Lunes con resaca
Suena el despertador, y en medio de mis brumas, consigo acordarme de quién soy, dónde estoy y porque tengo ese sabor pastoso en la boca. Antes de abrir los ojos cuento mentalmente hasta cincomil seiscientos tres (¿qué pasa? lo de contar hasta diez ya está muy visto...) y me prometo por enésima vez en lo que va de año que no volveré a mezclar cacique con absenta ni a intentar vaciar las botellas del pub en el que acabamos siempre mis amigos y yo.
De repente, algo húmedo y áspero azota mi cara y de paso consigue retirarme medio kilo de legañas, por lo que puedo conseguir, con un esfuerzo titánico, abrir un ojo. Mi gata me mira con ojos de reproche, y no sé muy bien porqué. ¿me he olvidado otra vez de darle de comer?
Saco un pie de las mantas y lo apoyo en el suelo. ¡Frío, dolor, calambres! "Llama al trabajo y di que estás enferma, llama al trabajo y di que estás enferma...". Al contrario que en los dibujos animados carezco del angelito que me ayude a seguir el camino del bien, y mi lado de demonio es tan grande como Hulk. Aún así...
Bostezando como el león de la Golden Mayer me encamino al baño, chocando sucesivamente con estanterías, esquinas de muebles y alfombras mal extendidas. El agua del grifo está tan fría como el culo de un pingüino, y sólo tras encomendarme quince veces a mi dios protector (si es que tengo alguno) consigo quitarme los restos de una noche de sueño profundo (aunque las marcas de las sábanas seguirán marcadas en mi cara un par de minutos más).
Ya en la cocina, con el pelo goteante de la ducha improvisada y tiritante del frío, consigo llenar la cafetera al décimo intento tras derramar mitad del bote por el suelo (¿por qué me dura tan poco el café?, pensaré días después, cuando haga la lista de la compra) y mordisqueo asqueada un par de galletas revenidas que en algún momento formaron parte de un paquete destrozado del que sin duda di buena cuenta en mi última crisis de ansiedad. Cuando sale el café (la cafetera mal cerrada, como siempre, ha perdido en mitad del proceso buena parte de su líquido inicial, escaldando el rabo de mi malhumorada gata) y tras quemarme la lengua tres veces seguidas recuerdo que: a) no me gusta el café sólo y sin azúcar y b) mi lengua no tolera demasiado bien temperaturas superiores a los 50ºC.
Mientras tiro la mitad de la ropa al suelo ("esto está arrugado... esto sucio... esto no me entra...") y rebusco entre las pelusas de debajo de mi cama (hay algunas que ya parecen hámsters de lo lustrosas que las tengo) los zapatos que el último día de trabajo arranqué a patadas de mis pies, sigo bostezando cual hipopótamo. Al final va a tener razón mi última pareja cuando decía que yo por las mañanas tenía el mismo atractivo que el Fary...
Rebusco en cuanto bolso tengo las llaves durante casi media hora hasta que recuerdo que las dejé en la encimera de la cocina, y salgo de casa atropellando a mi gata, que de pronto ha decidido que la mejor zona para echarse una siesta es en medio del pasillo, después de una curva peligrosa que tomo derrapando ya que el tiempo se me echa encima. Si aún por lo menos llevara el chaleco reflectante o hubiera puesto los triángulos de señalización.
El sol brilla radiante, cociendo mis greñas despeinadas mientras taconeo con el mismo ritmo que el séptimo de caballería por las abarrotadas calles de mi ciudad. El carrito de los limpiadores pasa por mi lado y, como todas las mañanas, me saluda propinándome una vigorosa limpieza de pies con el maldito chorro de agua fría. Arrollo a un par de niños rezagados que se quedan tumbados boca arriba como las tortugas ante el aplastador peso de sus mochilas, y esquivo a un par de ancianas que se han tomado en serio la famosa frase de "la calle es mía" y van de ganchete ocupando toda la calzada, sin retirarse al carril lento.
Y en medio de mi recorrido, atravesando una hermosa calle en la cual no existen soportales ni cobijo alguno, empieza a caer una lluvia espesa y traicionera, que me pilla desprotegida y se encarga de empeorar mi ya deplorable aspecto. Ni tan siquiera mi camisa goteante y pegada al cuerpo consigue que los obreros de una de las múltiples obras que ha inaugurado nuestro señor alcalde (siempre pensando en la comodidad de los ciudadanos, el maldito hijo de...)se dignen en mirarme. Ahí es cuando me he dado cuenta de que he tocado fondo, y que ni a pesar de que me pusiera en ese momento las bragas de sombrero sería capaz de llamar la atención de ningún hombre. Al final va a tener razón mi madre...
Otra anciana, hermana gemela de las que adelanté antes, abre su paraguas y se refugia bajo él como si de un champiñón se tratara. Dada su baja estatura, su lento caminar y su creencia de que es la única persona del mundo autorizada para andar por las acercas, casi me como el paruagas, sorteando de puro milagro aquel obstáculo inesperado y evitando sacarme un ojo con aquellas varillas afiladas como el demonio. Y aún por encima la señora ni se molesta. En ocasiones me gustaría ser Super Mario y poder saltar encima de estas setas que circulan por donde no deben.
Tras esta maniobra rápida de evasión, en la cual, aparte de perder mi porte gallardo he demostrado que tengo los mismos reflejos que el Neo de Matrix (ya me gustaría ver como se las apañaba yendo para el trabajo mal de tiempo, con resaca, lloviendo y sin espacio para circular...), y sin previo aviso, aparece el que durante esta temporada creo que es el hombre de mi vida. La situación no podía ser más patética y mi aspecto no podía ser más repulsivo, así que mientras pasa por mi lado fingiendo que no me ha visto, dudo unos instantes sobre si debo tirarle el maletín a la cabeza con la esperanza de que quede sin conocimiento y pierda sus recuerdos a corto plazo. Pero con la suerte que estoy teniendo lo más seguro es que el maletín actúe como boomerang y acabe volviendo a mí, dejándome más lela de lo que soy.
Llego a la entrada del chollo justob cuando un sol radiante asoma de nuevo, iluminándolo todo de luz, color y alegría, y haciendo resaltar aún más mi melena húmeda, mi camisa pegada al cuerpo (mala idea llevar camisa blanca y sujetador rojo) y mis pantalones empapados hasta la rodilla.
Haciendo un curioso "chof, chof" recorro el vestíbulo tan rápido como puedo y entro en el primer baño que tengo a mano, metiéndome literalmente debajo del secador de mano intentando con ello mejorar un poco mi aspecto. Las divinas de contabilidad, unas chicas estupendas, guapísimas, súper glamurosas y siempre preparadas y arregladas como la Isabel Preysler cuando anuncia los bomboncitos esos, entran y ante mi estampa me miran con asco.
Tras varios intentos me armo de valor y me siento detrás de mi mesa, intentando pasar desapercibida. Pero resulta que ese día todo el mundo tiene algo que pedirme, y todas las reuniones del mes se celebran hoy. Así que cuando entro en la sala de juntas, mi jefe, el presidente y toda la demás corte celestial me miran con cara de estupor, preguntándose la clase de favores que le he hecho a mi jefe para que me contratara.
Encima, al salir de una reunión, se me engancha la solapa de la camisa con el pomo de la puerta, arrancándome de cuajo un par de botones, por lo que cada vez tengo más aspecto de "mujer devorahombres". Y el maldito sujetador rojo sigue deslumbrando como si tuviera luz.
A la hora de la comida descubro que me he dejado la cartera en casa y que todos mis compañeros a los que podía racanearles algo se han esfumado, por lo que me contento con media bolsa de pipas rancias y resesas que había abandonado en uno de los cajones de mi mesa. Y de beber, agua del grifo.
El resto de la tarde... normal: un par de patinazos y caídas por los pasillos por ir corriendo con los zapatos húmedos, cierto problema con un bolígrafo que decide que el mejor sitio para descargarse es encima de mi maltratada camisa y un par de tropezones con mi superior, que me sigue reclamando unos informes que tenía que haber entregado meses atrás (además de un par de llamadas de mi madre para comentarme que el fin de semana había comida familiar y que las hemorroides de mi padre van cada vez peor). Y tras una tarde de chupar calor por culpa de los rayos del sol que entran por mi ventana, al salir el viento y el agua vuelven a la carga, como si hubiera aún algo de mi modesta persona que pudieran hacer empeorar.
Me cruzo con las ancianas de antes (que ahora se han agrupado y caminan tres de ganchete con los paraguas abiertos), con niños que vienen de clase (y a los cuales solo les falta señalarme con el dedo), con los obreros de antes 8que disimulan mi presencia silbando despreocupadamente) y con el barrendero de la maldita máquina limpiadora, que de nuevo me vuelve a saludar con otra rociadita de agua.
Al llegar a casa descubro que mi gata no tiene comida ni agua, pero mi estabilidad mental está por los suelos, así que cojo un paquete de salchichas y se lo tiro entero. Cuando estoy por meterme en un baño reparador, suena el teléfono. Mi madre me comenta que con la pomada a mi padre se le han calmado las hemorroides pero que ahora tiene diarrea, mi jefe me dice que quiere el informe mañana sin falta y mi casera me avisa que si no pago ya el alquiler me enviará un par de matones de la mafia rusa para que me partan las piernas. Y en medio de aquella vorágine de acontecimientos la bañera se desborda, mi gata vomita del atracón y descubro que me ha venido la regla.
Cierro el grifo, limpio lo de mi gata y cuando estoy planteándome si meter la cabeza en el horno recuerdo que el miércoles es festivo, por lo que mañana tengo cena con los amigos. Pero esta vez ni una sola copa.
Bueno, tal vez un par no me sienten mal... Además todos sabemos que la culpa es del garrafón.
