Un ángel camino al cielo
A la memoria de Sandra Milena, de
17 años, y su hija Helen Tatiana,
de 3, dos angelitos que acompañaron
a Ingrid en su encuentro con Dios.
La muerte madrugó ese día más de lo acostumbrado. Las manecillas del reloj marcaban exactamente las 4 y 10 minutos de la mañana, cuando Ingrid Giselle Perdomo Dusán se levantó de la cama que de tiempo atrás compartía con su hermana Lorena. El sutil tictac del despertador dio paso a un agudo timbre de matices electrónicos que preludiaba el nacimiento del nuevo día.
La muchacha, recostada boca abajo, estiró pesadamente su brazo derecho, y con las yemas de sus delicados dedos tanteó en la oscuridad el botón que silenciaba la pequeña caja del tiempo. Un movimiento mecánico e instintivo de una de sus falanges, devolvió el sosiego a la pequeña habitación de nueve y medio metros cuadrados.
Era una niña hermosa que tenía la graciosa figura de una mujercita de 14 años. Poseía la tez del color de la canela, los ojos azules y alegres y el cabello liso y castaño y largo hasta la espalda. Apenas cuatro meses atrás había arribado a esta edad, mas ya soñaba con el viaje que su madre le prometió para cuando cumpliera 15. Sin embargo, una gran fiesta, con muchos invitados, edecanes y damas de honor, también era parte de las fantasías de aquella flor que apenas despertaba a la vida.
Llámesele fatalidad o absurdo de la vida, Ingrid erró la hora al programar el reloj despertador que tenía en su cuarto. Se había levantado antes que nadie para cumplir su ineludible cita con el destino. Pero aquel aciago amanecer del viernes 14 de febrero de 2003 lo hizo una hora antes de lo acostumbrado.
La jovencita se restregó los ojos con los puños de las manos, luego extendió los brazos al aire y dejó escapar de su boca un fugaz suspiro. Con verdadero entusiasmo se dispuso a tomar el refrescante baño de la mañana, en una región que a esa hora del día registra una temperatura ambiente entre los 17 y 22 grados centígrados, y que al filo del medio día fácilmente alcanza más de treinta grados a la sombra.
Dejó deslizar por su cuerpo el pijama de algodón que tenía puesta y entre tanto envolvió su delicada figura en una toalla elaborada en finos hilos del mismo material. En la oscuridad del cuarto buscó el viejo par de chanclas de cuero crudo que estaba al pie de su lecho y caminó en tinieblas hasta alcanzar el baño de servicio. El movimiento circular de su mano derecha liberó un abundante chorro de agua fría con el que espantó los rezagos de somnolencia que aún le quedaban.
Los ruidos nada frecuentes que se oían a esa hora –aunque habituales entre semana cuando en la casa rayaba el alba–, sacaron a Yolanda Dusán Charry, madre de Ingrid, del sueño profundo en el que se había sumergido pasadas las 10 y 30 de la noche, diez o 15 minutos después de ver en la televisión el último capítulo de su novela preferida.
Entonces la mujer quiso satisfacer su curiosidad.
– ¿Quién anda levantado a esta hora? –preguntó ella desde el interior de la alcoba principal de la casa.
– Ingrid –dijo la niña.
– Hijita, ¿por qué estás despierta tan temprano si apenas son las cuatro?
– No, mami, ya son más de las cinco –respondió ella.
Con los párpados entrecerrados, Yolanda observó de reojo los trazos de luz roja que resplandecían sobre la pantalla del reloj digital que tenía en su habitación y cuya configuración geométrica le permitió corroborar que apenas eran las 4 y 20 de la mañana. En ese momento –impulsada quizás por el natural instinto sobre protector de las madres–, sintió que era su deber escapar de la comodidad de las sabanas para espiar los movimientos de la menor de sus dos hijas.
La conducta de Ingrid ciertamente la dejó perpleja. Era inusual verla vestida con el uniforme del colegio Santa Librada tan temprano. Llevaba la falda de pliegues azul clara con rayas rojas que una amiga le había confeccionado una semana atrás, la blusa blanca manga corta, las medias canilleras del mismo color de la camisa y los zapatos colegiales de cuero negro. Si bien decía que su hija era ejemplar en muchos sentidos, Yolanda no opinaba lo mismo sobre la predisposición de la niña para el estudio.
Dicen que después de la pedrada en el ojo no hay Santa Lucía que valga, así que madre e hija se pusieron a conversar animadamente y se olvidaron del madrugón. Incluso, Yolanda tuvo la oportunidad de contemplar por última vez la belleza natural de Ingrid, mientras la jovencita depositaba un par de libros y otros tantos cuadernos en el maletín rojo de nylon que acostumbraba llevar al colegio y que esperaba reemplazar por uno nuevo que había visto en el aparador de un almacén en el centro de Neiva.
Los murmullos y risas que se oían en el pasillo despertaron a Gerson Hernández. Él, después de dos años de estar conviviendo en unión libre con Yolanda, no daba crédito a lo que sus ojos veían. La menor de las hijas de su pareja, la misma que detestaba madrugar, en especial para cumplir con sus deberes académicos, se había levantado primero que los demás miembros de la casa. Eran las 4 y 30 de la mañana.
Gerson, propietario de un puesto de venta de pollo en canal al menudeo en Mercaneiva, la plaza de mercado de la capital huilense, no desaprovechó la oportunidad para mofarse de la situación, a su juicio curiosa.
– Buenos días, Ingrid.
La niña contestó con un ademán de la cabeza.
– ¿Está enferma? –dijo él con sarcasmo.
Ingrid sonrió. No quiso decir nada porque sabía de la enorme capacidad de su padrastro para exasperar con burlas a quien le daba ocasión. Además, estuvo todo el tiempo concentrada frente al espejo de la sala, peinando su cabello con suaves movimientos verticales de arriba hacia abajo y dando rienda suelta a la vanidad propia de las adolescentes de estos tiempos.
Estando en esas, la jovencita escuchó bramar la máquina de la motocicleta del vigilante de la cuadra y el chirrido que producían los neumáticos del vehículo cuando él oprimía los frenos. Eran amigos hace tiempo, si bien el uno y el otro ni siquiera conocían sus nombres de pila. El Centi, como la pequeña le decía cariñosamente, acostumbraba a darle un aventón hasta la calle 26 para que ahí tomara la ruta escolar.
De un salto llegó hasta la sala, abrió una de las ventanas laterales de aluminio y con un chiflido atrajo la atención de su ocasional cómplice de andadas.
– ¡Centi, Centi...! –gritó ella.
– Quiubo, ¿qué se le antoja esta vez?
– ¿Me da el chance hasta la avenida?
– ¡Ah, qué jartera! –dijo él mientras fruncía su frente–. No, mentiras, mentiras –agregó segundos después–; la llevo tan pronto termine de mirar a la Policía coger unos ladrones.
Las palabras del Centi retumbaron en los oídos de Ingrid como en una caja de resonancia. Nuevamente se colocó frente al espejo que colgaba en una de las paredes del corredor, hizo una moña en su cabeza con la destreza de un estilista profesional y, de una vieja caja de cartón con visos de joyero, tomó dos pulseras fabricadas a partir de cuencas y piedras de colores y cinco anillos de plata que finalmente colocó en su muñeca derecha y en sus dedos.
Cruzó el estrecho pasillo con decisión, abrió la puerta de su cuarto y se paró frente a la cama donde su hermana mayor dormía placenteramente. Estaba tan entusiasmada por lo que ocurría afuera, en la calle, justo en la acera de enfrente, en una casa diagonal a la suya y que estaba situada a la izquierda de su perspectiva. Por eso quiso compartir la novedad con Lorena, a quien agitó suavemente, tomándola del hombro derecho.
– Lorena, levántese que la Policía tiene rodeada la casa de unos vecinos donde se metieron los ladrones.
– ¿Dónde?
– En la casa de las vecinas nuevas. Vamos, levántese.
Iba camino a la calle cuando Yolanda le salió al paso.
– Nena, ¿para dónde vas? –le preguntó ella.
– Pues a mirar...
– Ingrid Giselle, ¡le prohíbo que se vaya para allá! –dijo la madre con tono autoritario.
– Mami, no me demoro nada.
Y diciendo esto, Ingrid salió rápidamente de la casa, por la puerta principal, hacia la calle, donde la policía practicaba una diligencia de allanamiento en una vivienda de la calle 65 con carrera 3ª, en el barrio Villa Magdalena, erigido hace cinco años a 300 metros de la pista de aterrizaje del aeropuerto Benito Salas de la capital de Huila.
El espectáculo de la calle sobrecogió a la jovencita. Entonces pudo más la curiosidad que la prudencia. La mirada de Ingrid se encontró con la del mayor Henry Angarita, jefe de la Sijin, que comandaba a los efectivos policiales, y quien sorprendido por la presencia de la menor junto a él, sólo acertó a decir:
– Buenos días, nena, ¿nos puedes facilitar una escalera?
– En la casa no tenemos, pero tal vez donde una vecina.
Yolanda, Gerson, Lorena y hasta el Cachifo –el perro de la casa–, habían salido detrás de Ingrid, que en cuestión de segundos entabló animada charla con el oficial. Por eso se enteraron de la petición del uniformado y por eso mismo fue que Milena y su pequeño hijo de nueve meses se salvaron de la muerte. La niña golpeó en la ventana de su vecina y habló con voz suficiente para que la oyera.
– Doña Milena, la Policía necesita una escalera. ¿Tiene?
La voz entrecortada de la vecina le contestó:
– Parece que en el patio tengo una.
Se oyó el manojo de llaves, y la puerta se abrió con doña Milena en bata y chancletas, el hijo en brazos y una escalerilla de madera a rastras. Para cuando Ingrid fue a contarle al mayor Angarita que había conseguido la herramienta, tres agentes de la Policía estaban sobre el techo de la vivienda. El alboroto despertó a casi toda la cuadra.
En los diez minutos siguientes cruzó algunas palabras con la fiscal especializada Cecilia Giraldo Saavedra, que encabezaba el allanamiento. Le bastó con verle a la cara y observarle dar órdenes a los agentes y funcionarios que participaban en la diligencia judicial, para sentir admiración por ella. Por algo había manifestado en más de una oportunidad su deseo de ingresar al DAS o a la misma Fiscalía.
Mientras el operativo continuaba, Yolanda despidió a su pareja de un beso en la boca y se puso a conversar con Alfredo Vargas, un profesor de la casa de al lado. Lorena se unió al corillo que comentaba la ocupación de la vivienda que hasta hace cinco meses era habitada por sombras y fantasmas, y que un mes después había sido rentada por una mujer madura y una joven que no hablaban con nadie. La madre y su hija se recostaron en el automóvil Daewoo del educador que con mecedora de mimbre en mano se preparaba para observar el espectáculo en primera fila.
Yolanda volvió a presionar a su princesita.
– Ingrid, váyase que se le va a hacer tarde para el colegio. Ya son las 5 y 20.
– No mami, déjeme ver cómo termina esto. En unos minutos me voy...
En ese tire y afloje apareció Elcira Dusán, tía de Ingrid, que como a casi todos en la cuadra, los pasos en el techo de sus vecinos y los gritos en la calle la despertaron. Iba acompañada de Kerly Tatiana, su hija de 16 años de edad. Estudiante de décimo grado en el colegio Promoción Social, caminaba en ocasiones con su prima Ingrid hasta la 26, la avenida donde ambas cogían el bus.
Ese día le insistió como ningún otro para que se marcharan juntas.
– Prima, vamos a traer los libros –le dijo Kerly.
– No, ve tú primero que yo ya te alcanzo.
– Prima, se nos hace tarde –le insistió ella.
– Te alcanzo, ya te lo dije.
Entonces Kerly caminó hacia su casa. Alcanzó a oír que la fiscal Osorio daba la orden para derribar la puerta mientras otros policías desentechaban la vivienda. Luego escuchó una explosión con ímpetu de terremoto y después de eso nada. Eran las 5 y 25 de la mañana.
Ingrid quedó tendida en la calle, con la pierna derecha destrozada, bajo una reja y un trozo de la pared de enfrente. Yolanda y Lorena, a tientas y como sonámbulas, comenzaron la búsqueda de su hija y hermana. No sabían cuánto tiempo había pasado cuando recobraron la conciencia y lograron darse cuenta de la magnitud de la hecatombe. El barrio se inundó de ulular de sirenas y de llantos inconsolables.
La voz lastimera que les era familiar, atrajo su atención. Ingrid dejó escapar sus últimos hálitos mientras repetía “mami, mami...” Doña Yolanda, guiada por la mano de Dios y por la voz de su hija moribunda, finalmente la ubicó entre los escombros y la polvareda que todavía flotaba en el ambiente.
Lorena, aún en trance, ingresó sin saber cómo a la casa de una vecina que trataba de salvar a su hijo de 12 meses que permanecía atrapado entre fragmentos de tejas de eternit y de cielo raso caídos sobre la cuna. La imagen la impactó al punto que decidió salir del lugar como alma que lleva en pena. En su recorrido, un agente herido y que tenía medio cuerpo bajo una viga de concreto, la tomó del tobillo derecho. En esas, divisó a la distancia a la mujer que la trajo al mundo y se fue a su encuentro.
Trató de buscar apoyo en Yolanda, pero ella estaba ausente; tenía el cuerpo sobre la acera, sentado, y con Ingrid entre los brazos, por cierto, pero no había ningún signo de vida en su rostro descompuesto, que contemplaba de cerca la cara de la muerte. El ángel de sus ojos había expirado, quizá con la misión divina de acompañar a las demás víctimas mortales de la desgracia en su transito hacia el cielo.
El estallido abrió un boquete de diez metros de profundidad en el suelo. Voló en átomos la vivienda que era allanada y las casas situadas a lado y lado, además de agrietar paredes y derrumbar algunos muros que cayeron como si fueran las cartas de un castillo de naipes. La onda explosiva levantó los techos de las demás propiedades –que enseguida se precipitaron a tierra convertidos en afiladas y mortales cuchillas– y dejó correr una densa nube de polvo que inundó toda la cuadra en milésimas de segundos.
La fuerza de la explosión se llevó por delante a la fiscal Osorio, al mayor Angarita y a ocho agentes, así como a cinco civiles. El cuerpo mutilado de la funcionaria judicial cruzó la calle y fue a parar al patio de ropas de la casa de enfrente luego recorrer treinta metros en los que atravesó la puerta de metal. Del oficial sólo se pudo encontrar un fragmento de la quijada. Por fortuna, en la vivienda no había nadie, porque sus dueños, Ángel María y Alma Sucel Murcia Guzmán, padre e hija, decidieron quedarse a dormir donde unos familiares en el sur de la ciudad.
“Entre los escombros de la casa había varios muertos –dijo don Ángel María–. A la entrada hallé el cadáver destrozado de un policía. En el patio de ropas, al fondo, encontré medio cuerpo de la fiscal; al pie de la cocina, los restos de otro agente mutilado”.
Las Farc, se supo en las horas siguientes, le tendieron una trampa a la comisión judicial. Los terroristas activaron un mecanismo a control remoto e hicieron explotar cerca de 300 kilos de anfo que tenían dispuestos en el lugar. De no ser por los árboles de oití, palma y pomarrosa, plantados en los andenes para dar sombra a las viviendas, la destrucción quizá hubiese sido mayor. Entre los heridos que dejó la casa bomba hay ocho niños que a esa hora se dirigían a sus colegios. Un censo indicó además que 35 viviendas quedaron totalmente destruidas y al menos 47 con algún tipo de avería.
La ciudad recobró su rutina un día después. El mismo en que Ingrid fue sepultada en la cripta 375 del ala norte del cementerio central. Cuatro vasijas rojas, burdamente empotradas delante de la fría loza de cemento, que contenían margaritas, pompones y rosas rojas, blancas y rosadas, ornaron la tumba e hicieron compañía a la pequeña en su última morada.
La delegación de noveno grado del colegio Santa Librada se hizo presente en el campo santo. En fila india, las condiscípulas de la niña, que conocían sus gustos de mujercita, fueron depositando pulseras de piedras de colores en la caja mortuoria de cedro donde hoy reposan sus restos. Gina, su mejor amiga, profundamente afectada por la pérdida, fue la única que no asistió a darle el último adiós.”
...
FIN
_________________ "Somewhere a true believer is training to kill you. He is training with minimal food and water, in austere conditions, training day and night. The only thing clean on him is his weapon and he made his web gear. He doens´t worry about workout to do, his rug weight what it weighs, his run end when the enemy stops chasing him. This true believer is not concerned about "how hard it is", He knows either he wins or die, He doesn´t go home at 17:00, He is home, He knows only the Cause"
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