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NotaPublicado: 24 Abr 2009 20:44 
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Terror en Arauca

“Solo me acuerdo de un fuerte ruido, de un boom. Luego desperté en el hospital”.

Así recuerda Camilo, un pequeño de ocho años de edad, los segundos que precedieron la explosión del carro bomba que el 28 de octubre de 2002 sacudió el centro de Arauca, capital del departamento que lleva el mismo nombre. La ciudad fue sede ese día de un consejo comunal de seguridad que contó con la asistencia del presidente Álvaro Uribe Vélez.

Los pobladores de la pequeña ciudad fronteriza con Venezuela se encontraban expectantes, temerosos por la visita del primer mandatario de los colombianos, mas confiados en las medidas de seguridad. Si bien en algunos sectores se especulaba sobre posibles atentados contra la infraestructura eléctrica del departamento, nadie llegó a imaginar que el terrorismo tocaría las puertas de una concentración escolar.

A las 6 y 21 minutos de la mañana se escuchó una fuerte detonación que se escuchó en todo el pueblo. Los medios de comunicación especularon sobre la situación y el posible sitio de ocurrencia del evento. Poco fue lo que se supo, solo que sucedió en inmediaciones del centro del municipio.

Las autoridades desplegaron a la sazón un amplio operativo de seguridad. En menos de cinco minutos se logró establecer que el estallido había ocurrido frente a las instalaciones del colegio Cristo Rey. La noticia se propagó como fuego sobre maleza seca y entonces devino el caos en más de un hogar.

Era la hora de ingreso de los escolares –niños que cursan estudios entre primero y quinto de primaria– y del transito desprevenido de los ciudadanos que se dirigen a sus sitios de trabajo.

“Yo generalmente llego a las seis de la mañana, pero ese día mi hijo estaba enfermo y tuve que retrazarme; si no hubiera sido otra de las víctimas”, dijo uno de los profesores que labora en el centro educativo. Un minuto pasó antes de que el recinto quedara convertido en zona de desastre, como si allí hubiese sobrevenido un terremoto.

Las pérdidas materiales fueron calculadas en 280 millones de pesos. “Es triste ver los computadores y lo que queda de la biblioteca. El esfuerzo de mucho tiempo desapareció en un minuto, pero gracias a Dios no se registraron víctimas, si bien los niños se han visto afectados”, agregó otro educador.

El preludio de esta tragedia dejó correr su telón hacia las 6 y 10 de la mañana. Nelson Cristóbal Lizcano, experto en anti explosivos de la Policía Nacional y quien siempre se le media a las situaciones difíciles –como quiera que era el único especialista en la región– recibió la misión de desactivar el carro bomba. Otro grupo de uniformados dio inicio a las tareas de evacuación de la zona y de contención de los curiosos.

El esfuerzo de Nelson no sirvió de mucho porque los terroristas activaron a distancia la mortal carga explosiva. El joven policía murió en forma instantánea, dejando una viuda y una familia que aún llora su ausencia. También perdió la vida su colega Mónica del Pilar Murcia Otálora, de especialidad patrullera, no sin antes salvarle la vida a Yamid Orlando Cuenza, un jovencito de apenas 13 años de edad que por aquellas cosas del destino pasó a esa hora por el lugar.

La joven patrullera avistó al chiquillo que se aproximaba por la acera contigua al sitio donde fue dejado el carro bomba. De un solo impulso llegó a él y lo acogió entre sus brazos. En ese momento estalló la carga dispuesta en el vehículo y que el perito muerto identificó previamente como dos cilindros de gas acondicionados como bombas.

Oriundo de la sabana, donde vive con sus padres, esa mañana Yamid Orlando salió temprano de la casa de unos tíos que viven en la cabecera municipal de Arauca. Estaba allí de visita por esos días. Lejos estuvo de imaginar que el colegio donde estudian su hermano y uno de sus primos, sería escenario de una dura y difícil prueba que tendría que afrontar a tan corta edad.

La confusión se apoderó de la pequeña ciudad. Los médicos del hospital San Vicente de Paul, que se vio igualmente afectado por efecto de la onda explosiva, toda vez que se encuentra ubicado muy cerca del sitio que fue objeto de la acción terrorista, emprendieron la atención de los heridos.

A este lugar llegaron Yamid Orlando y Camilo Alejandro, las víctimas más pequeñas, además de Isabel Cristina Unda, Franci Liliana García y David Doria González y las ancianas Rosa Contreras, Genoveva Galindo y María Bonilla Carvajal, de 80, 82 y 81 años de edad en forma respectiva. La subintendente Liliana Daza y el patrullero Ascanio Triana, integrantes de la Policía, complementaron la trágica cuota.

La mayoría de heridos fue dado de alta en cuestión de horas, pero la atención de los colombianos se centró en el pequeño Yamid Orlando. Su curiosidad le llevó a violar las medidas de seguridad que ya habían adoptado las autoridades. Él solo quizo observar que pasaba en la zona, sin sospechar que otro ser humano entregaría su vida para salvar la suya.

El niño fue conducido al centro hospitalario. Los facultativos le diagnosticaron trauma severo craneal y comprometimiento de las extremidades inferiores. La gravedad de las heridas llevó a sus familiares a gestionar su traslado hacia Cúcuta, a la clínica San José, pues Arauca no cuenta los medios científicos para atender este tipo de situaciones.

Hacia las 8 y 30 de la mañana el menor inició la larga travesía en ambulancia que lo llevaría a Cúcuta en compañía de sus padres, mientras el presidente Uribe Vélez instalaba el consejo de seguridad. El dignatario estuvo atento a la evolución del estado de salud de Yamid Orlando.

Familiares, maestros y amigos, también estuvieron pendientes de la suerte del pequeño. “Yo recuerdo cuando jugábamos a las escondidas y al fútbol, allá en la casa que está en la sabana”, dijo uno de sus primos. El niño de 8 años de edad, con sus ojos expresivos color café claro, perdiendo su vista en el infinito, recordó como su primo mayor jugaba con él y como se divertían.

El 18 de noviembre, veinte días después del atentado, Yamid Orlando regresó nuevamente a su natal Arauca. Fue remitido por segunda oportunidad al hospital San Vicente de Paul, donde estuvo bajo observación médica durante cinco días más. Hoy se encuentra al lado de los suyos, y con el deseo enorme de ver algún día su tierra en paz, gozando de la tranquilidad en sus bellas sabanas, las que recorre a diario, vive y respira.

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"Somewhere a true believer is training to kill you. He is training with minimal food and water, in austere conditions, training day and night. The only thing clean on him is his weapon and he made his web gear. He doens´t worry about workout to do, his rug weight what it weighs, his run end when the enemy stops chasing him. This true believer is not concerned about "how hard it is", He knows either he wins or die, He doesn´t go home at 17:00, He is home, He knows only the Cause"


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NotaPublicado: 24 Abr 2009 20:51 
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Emisarios de la muerte

La tragedia colocó nuevamente el nombre de Arauca en las primeras planas de los periódicos y en los titulares de los noticieros de radio y de televisión. Era la mañana del jueves 9 de enero de 2003. Los cables de noticias dieron cuenta de un atentado con carro bomba en el que la persona que iba al volante al parecer se habría inmolado. Hasta entonces, esta modalidad terrorista sólo se conocía en Colombia a través de las noticias que se originan en el Medio Oriente.

“¡Carro bomba con conductor suicida!” Este y otros comentarios se escucharon entre la clientela habitual de Los Portales. En este negocio, mezcla entre tienda y café, suelen sentarse a diario los periodistas del departamento fronterizo con Venezuela para confrontar y discutir las noticias de la comarca.

“Válgame Dios, un carro bomba con cristiano a bordo”, comentó doña ‘Nena’, una mujer madura que ha visto pasar más de un féretro enfrente de su casa. Según ella, por la calle 20 desfilan los cortejos fúnebres de los muertos raizales y adinerados; por la calle 21, los catafalcos de los Guates arruinados (personas que no son nacidas en el llano pero que han trabajado en esta tierra), y por la calle 19, los Guates ricos y los araucanos de clase media.

“¡Lo explotaron con todo y conductor! Estos son muchos perros”, exclamó a su vez un técnico antiexplosivos del Departamento Administrativo de Seguridad (DAS) que saboreaba una taza de café y que luego de escuchar la noticia salió del lugar como alma en pena. En aquel momento, el silencio se apoderó de la concurrencia y la música que dejaba oír un viejo transistor de pilas, cedió el turno a las noticias.

En medio del escozor natural que me ocasionó esta noticia, me dirigí por la avenida Rondón hasta el improvisado terminal de taxis que circulan entre Arauca y Saravena. Un sitio incomodo donde los rayos caniculares del sol caen sobre el asfalto, haciendo que el calor sea usualmente insoportable sobre todo en verano.

El conductor que ocupaba la primera plaza de una desordenada fila de taxis, me indagó sobre mi destino. Una vez le manifesté mi interés de ir a La Ye de Fortul, la sonrisa complaciente de su rostro desapareció tan rápido como tardó en dibujarse en este.
– Vamos –me dijo con cierto temor–, pero eso le vale 150 mil pesos.

Pregunté por qué tan costoso el servicio, a lo que aquel hombre menudo me respondió con la lógica de quien conoce el terreno donde se mueve:

– Bueno, porque es una zona delicada. En ese lugar están los ¡jodidos esos! Si estamos de buenas, nos dejan pasar. De lo contrario, nos quitan el carro o tengo que hablar con el jefe del grupo. Usted sabe que a esa gente hay que pedirle permiso para todo”.

– ¿Pedirles permiso? –dije, como quien no sabe la cosa.
– Vea mi don, comprenda que en Arauca dos más dos no son cuatro. La guerrilla lleva más de 15 años jodiéndonos la vida. Si uno no les hace caso, simplemente se muere. Mire usted lo que acaba de pasar en La Ye, donde dicen que explotaron un carro con una persona abordo.

Fueron tres horas de camino en medio de una carretera en pésimas condiciones. En este tiempo me acompañó el paisaje agreste de esta región que hace parte de la orinoquia colombiana: sabanas adornadas de animales que de repente saltan al asfalto –iguanas y cachirres o babillas, como se les llama en la región a los reptiles–.

Estaba contemplando la belleza de aquellos parajes cuando mis ojos centraron su atención en una improvisada valla ubicada en el costado derecho de la vía. “Fuera Yanquis de Arauca, Farc-EP, Movimiento Bolivariano”, rezaba la leyenda escrita en el trozo de latón. El taxista se percató de mi asombro y con el tono tranquilizante de un padre a su hijo, me miró de reojo y dijo:

– No se preocupe pariente. Simplemente es la manera de decirnos que estamos en zona de candela. Nos aproximamos a la Mata de Topocho, donde se mantienen los jodidos de las Farc o los Elenos.

El vehículo siguió dando tumbos por el camino de tierra con asomos de asfalto. Ni sombra de la guerrilla y sus retenes. El resto de la travesía transcurrió lentamente pero de manera segura. Una plática intermitente con el chofer del taxi mitigó las asperezas del viaje, hasta que a través del vidrio panorámico observé a la distancia el lugar del atentado.

No puedo negar que la escena que encontré era más que dantesca, ante todo porque este sitio es paso obligado de los pobladores del lugar. En las orillas de la vía confluyen gentes de toda ley, muchas de ellas interesadas en ubicar sus mercaderías –ganado de la región y productos de consumo que provienen de Boyacá y Norte de Santander y que son llevados a la capital del departamento–.

Los pedazos de latón retorcido se confundían con los restos dispersos de las víctimas mortales que dejó el atentado. La onda explosiva incluso lanzó algunos trozos de piel y carne humana sobre los árboles y las cuerdas de la luz. Los rayos del sol de medio día no tardaron mucho en esparcir en el ambiente los estertores de la muerte.

Un par de metros más adelante observé a un delegado de la Fiscalía con máquina de escribir en mano. Estuvo todo el tiempo concentrado en su tarea de recoger los testimonios de las víctimas, que en medio de lágrimas y heridas no encontraban explicación alguna a lo sucedido.

“Lo único que hice fue coger a mis dos criaturas. Todavía siento el boom en los oídos y me parece estar viendo la llamarada que consumió a los carros”, relató en su declaración uno de los sobrevivientes.

Más adelante encontré otras cosas: una estampa de la virgen de El Carmen, un zapato de un menor de edad y varias hojas de cuaderno a medio quemar en las que aparecía relacionado el precio de algunas cantinas de leche.

“El bombazo no sólo acabó con la vida del conductor del vehículo (identificado posteriormente como Jorge Avendaño Camargo) y las de Sergio Ayala y Eliseo González Tirana. También dejó atontados a los que estábamos en los ranchos”, dijo Benjamín Quenza, un criollo de esos que anda descalzo, cubre su cabeza con sombrero pelo guama, viste pantalón enrollado y casi siempre se le ve mascando chimo –especie de chicle que se extrae de la hoja de tabaco y que ayuda a dominar los nervios y a controlar al más arrecho, aseguran en el Llano–.

Su esposa –una mujer de 67 años de edad, cabello blanco y mirada triste– atrajo mi atención. En ese momento, como se acostumbra en las tierras de la sabana, entré hasta el fondo del viejo rancho de paredes de madera y techos de eternit. Antes de hacerlo, me percaté del drama que sacudió a los padres de Yeimi Karina y Shirley Reuto, de 12 y 11 años de edad respectivamente, heridas tras la explosión. Las niñas, con la ayuda del Ejército, fueron conducidas al hospital San Francisco de Fortul.

Una vez adentro del hogar de los Quenza, tomé un inmenso cuenco con agua fresca. Bebí el preciado líquido hasta saciar la sed que agobia a todo aquel que llega de lejos y aproveché el refrescante momento para preguntar a la doña: ¿sabe usted por qué hacen estas cosas?

“Por supuesto, pariente. En Arauca –me dijo– sabemos quién acaba con lo nuestro. Hoy en día se ingeniaron otra forma más terrible de matar. Antes lo hacían con bombonas de gas y ahora obligan a seres humanos a explotar adentro de los carros. Quieren demostrar que no han perdido el poder en Arauca”.

“Vea mi don, el atentado lo cometieron las Farc. Los jodidos esos empezaron colocando minas en los campos, trochas y caminos por donde uno anda. Hace un año en Fortul, muy cerca de aquí, Juan de Dios, el hijo de una conocida, perdió su pierna izquierda al pisar una mina enterrada en la trocha que lleva a la escuela. Su familia no comentó nada porque les dijeron que los mataban si abrían la boca”.

“Después les afloró el ingenio de la maldad, comenzando a tirar cilindros dizque para darle al Ejército. Hay que ver cuánto han acabado: usted recordara que Saravena quedó sin alcaldía, sin oficinas de gobierno y hasta sin parque principal. En Tame, la maestra Gloria Eudila Rivero, de quinto de primaria, murió en febrero del año pasado cuando pasaba por el parque con tan mala suerte que un cilindro le cayó encima. Las Farc también destruyeron el colegio Oriental Femenino”.

La mujer se sintió en confianza y sin más continuó narrando sus vivencias en este territorio en guerra. Estaba oscuro en el interior de la casucha si bien era medio día. Por eso, no logré despegar mis ojos de una estropeada vitela de la virgen de El Carmen, la cual colgaba de una oxidada puntilla en una de las cuatro paredes del rancho. La deteriorada imagen, apenas alumbrada por la tenue flama de una veladora, me puso a pensar que así está la situación en Arauca... deteriorada.

La plática –monólogo, para ser más exacto– tomó giros interesantes. La dueña me entregó argumentos que reafirmaban uno de los tantos comentarios del taxista que me condujo hasta el sitio de los hechos y que aún daba vueltas en mi atribulada cabeza: “En Arauca, dos más dos no son cuatro”.

“Mire, pariente. Si usted quiere que le siga contando, prepárese y a mi no me meta en problemas. La maldición de la guerrilla nos viene acabando desde hace más de 15 años. Pero no sólo las Farc han hecho fiestas en esta tierra”.

“Los Elenos –como se les llama a los miembros del Eln en buena parte de Colombia– también hacen de las suyas. En diciembre tuvieron el descaro de parar el bus de los empleados de Caño Limón para colocarle explosivos. La Navidad se le amargó a las familias de los dos vigilantes muertos y la docena de heridos que dejo este hecho”.

“A finales del año antepasado, en las orillas de este camino empezó a aparecer un muerto cada dos días hasta completar seis. Tiempo después, la gente comentó que se trataba de unos infortunados vendedores de seguros mortuorios. Llegaron a ofrecer sus servicios a la zona y los Elenos dizque los confundieron con paramilitares. Dicen que los encerraron en una casa del barrio José Vicente Lozano de Saravena y que día por medio, luego de torturarlos, los mataban para botarlos como un costal de basura”.

“Esta terrible historia no termina ahí. Una mujer que acompañaba a uno de los vendedores, sobrevivió a los ultrajes. Llena de moretones y sangrando, fue llevada al hospital Ricardo Pampuri en el mismo pueblo. Después se supo que estaba moribunda, conectada a una bolsa de suero y que dos indios de esos entraron a media noche de plenilunio y la sacaron del pelo, a rastras por las calles que hay cerca del hospital. Luego la enfriaron”.

“Lo mismo pasó con dos payasos de un circo que hizo su correría por estos pueblos. A su llegada a Saravena, fueron desaparecidos porque para los Elenos todo el que viene de afuera es paraco. Y todas esas cochinadas se han quedado en silencio”.
Nuestra plática se vio interrumpida por la romería de curiosos que se concentró en el lugar del atentado y cuya suma de voces era difícil de ignorar. El escándalo y asombro de aquel gentío se centró en el hallazgo de uno de los técnicos del CTI: un pedazo de rostro y un carné del Seguro Social a nombre de Jorge Avendaño Camargo.

Ahí comenzó el drama de la familia Avendaño Camargo. “Mi padre murió hace varios años y Jorge y Rafael lograron sacarnos adelante. Mi mamá es una mujer de 66 años; hemos tenido que ocultarle muchas cosas desde el día en que mis hermanos viajaron a Saravena. No entiendo porque siempre estas cosas le pasan a los más pobres; fíjese, nosotros solo tenemos el día y la noche y ahora la zozobra de pensar en donde estarán mis hermanos”, dijo Gloria Avendaño, hermana de Jorge.

Con lágrimas en los ojos, después de una jornada de trabajo de 14 horas como ayudante en un salón de belleza en el barrio Kennedy, al sur occidente de Bogotá, Gloria me contó la parte que conoce de esta historia: “el 3 de enero salió hacia Saravena mi hermano Jorge de 45 años, acompañado por Rafael de 35 y Mauricio de 28. El menor regresó días después y hasta el momento no ha dado ninguna razón de sus otros hermanos”.

Mauricio, el menor de los Avendaño Camargo, también quizo compartir su tragedia conmigo. “La alegría era muy grande –me dijo–. Primero, porque además de ganarme unos cuantos pesos, conocería junto con mis hermanos el Llano y reuniríamos el dinero que le faltaba a Jorge para pagar el camión; segundo, porque existía la posibilidad de seguir transportándole material a la compañía petrolera que nos contrató para llevar un cargamento de brocas hasta Gibraltar”.

Al llegar al puente de La Cabuya, límite entre Arauca y Casanare, el camión de los hermanos Avendaño Camargo fue detenido por varios sujetos armados, malencarados y que vestían como provincianos. Les dijeron que debían acompañarlos hasta el sitio conocido como Caranal.

Allí, otros sujetos armados estaban aguardándolos. Vestían prendas camufladas, lo que llevó a concluir a los tres hermanos que habían caído en manos de la guerrilla. El mayor de ellos recibió la orden de llevar un automóvil hasta Bucaramanga, donde una persona le entregaría el seguro obligatorio del carro y otros papeles urgentes.

“Jorge fue obligado a subir al vehículo esa mañana y no volvimos a saber de él. Un guerrillero le entregó un billete de 10.000 pesos para que regresara por nosotros. Luego, mi otro hermano y yo fuimos separados. Entonces me obligaron a conducir un carro con una carga de plátano que debía llevar hasta Tame; después de esta misión, dijeron ellos, volvería a encontrarme con mis hermanos en Caranal”.

“En aquel momento presentí que algo malo pasaría. No tuve opción. Me amenazaron diciéndome que debía conducir esa camioneta Mazda o no vería más a mis hermanos. Jamás imaginé que sería víctima de un engaño”, agregó Mauricio con la voz entrecortada al tiempo que tomaba una taza con agua aromática para calmar los nervios.

Luego de ingerir el calmante natural y en medio de un desconsolador llanto, el menor de los Avendaño Castaño continuó con su relato: “Faltaban 20 minutos de camino para llegar a Tame cuando sentí un estruendo a mis espaldas y una fuerza que me sacó del carro. En esos momentos pasaba justo enfrente de un retén del Ejército. Después de eso no recuerdo nada”.

Un par de días después despertó en el hospital San Antonio de Tame. Ingresó de urgencias, inconsciente y con signos vitales débiles. El médico de turno logró estabilizarlo luego de luchar contra la muerte durante dos horas y media. Una vez recobró el conocimiento, Mauricio se enteró de las circunstancias que rodearon la muerte de Jorge, su hermano mayor. “Entonces –dijo– lo comprendí todo.

Una ambulancia lo condujo al aeropuerto Vargas Santos de la localidad araucana, donde finalmente abordó un avión hacia Bogotá. Desde entonces no se despega del televisor a la espera de noticias de Rafael, a quien vio por última vez en Caranal.

Once días más tarde, otro carro bomba explotó con el conductor en su interior. El hecho ocurrió un par de metros antes de un retén militar que había instalado la Fuerza de Despliegue Rápido del Ejército en Pueblo Nuevo, en proximidades de Tame. Seis soldados murieron e igual número de niños resultaron heridos.

El incidente rodeó de desesperanza a la familia Avendaño Camargo. Si bien ninguno de sus miembros ha recibido notificación oficial que señale a Rafael como el conductor del cuarto vehículo bomba, intuyen que las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia – Ejército del Pueblo (Farc-EP) también lo llevaron a convertirse en el ángel de la muerte.

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NotaPublicado: 06 May 2009 20:55 
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Ubicación: "On Latinamerican Tour"
Los monstruos si existen

Sobreviví a las ruinas, a su enferma
incertidumbre, pero la escena
de este infierno me niega mi sueño, ese
que soñé cuando era invisible.

Víctima de un atentado terrorista

Empalideció, quedó mustio y su cuerpo sintió cómo un temblor lo recorría de arriba hacia abajo. Su boca semiabierta, los ojos perdidos, igual a cualquiera que cree haber visto un alma en pena.

Por un instante no le dio crédito a lo que tenía a su alrededor. Seguía pálido y aunque ya sosegado, sobre su frente escurrían gotas de sudor y sus oídos no podían diferenciar con exactitud ningún sonido. Las labores de remoción generaban un ruido tal que sólo podía compararse con el rugido de una bestia.

Vueltas y vueltas por todas partes, entre los escombros que los perros ya habían olfateado. No quedó nada sin quemarse... todo a punto de caer. Lívido trató de secar el sudor que invadía su rostro.

–¡Qué desgracia!–, pensó en voz alta mientras retiraba bloques y se movía con cautela.

¿Cómo fue? Era la pregunta inevitable para cualquiera, aun más ahora que escuchaba tantos comentarios que derivaban en suposiciones de todas clases pero que se derrumban ante lo inverosímil de los hechos y las imágenes reales que los ojos no pueden negar.

Llamaron su atención unos sonidos lejanos, vagos, apenas perceptibles, que se confundían entre el enorme retumbo proveniente de los otros pisos en donde también el trabajo era imparable. Gritó ¡silencio! Y le pareció que el sonido de su propia voz se ahogaba. Su clamor apenas se propagó, no había acústica.

Volvió a gritar y comenzó a dar golpes pausados con sus pies sobre los pedazos de bloque. Los demás comprendieron. Ya del cuarto piso no caían más escombros. Segundos antes el lugar invadido por un único estruendo se reducía ahora al silencio y lo convertía en un negro crepúsculo pero con aire de vitalidad.

La noción del tiempo desapareció. Cada uno parecía estar dentro de un universo diferente. El recuerdo de la noche anterior era lo único que todos tenían en común y por ello no daban crédito alguno a lo hallado, aunque fueran testigos presenciales. Dieciséis horas después era casi imposible...

Viernes 7 de febrero
Cuarto piso, 7:00 p.m.

Como era habitual, restaurantes, sala de juegos, peluquería, centro de convenciones, piscina y demás lugares, prestaban sus servicios a socios e invitados. Más de 600 personas se encontraban en el interior de la edificación –uno de los clubes más elegantes de la ciudad– ubicada en pleno corazón empresarial de Bogotá.

En los múltiples salones eventos diferentes seguían su curso normal, otros se iniciaban y algunos más esperaban que cayera la noche para vestirse de gala.

Tal vez cenaba, participaba de la fiesta infantil o aguardaba con paciencia el comienzo de algún espectáculo, como el del octavo nivel. Allí, las pequeñas bailarinas de la escuela Zolushka se desplazaban de un lado a otro para calentar sus músculos. Graciosas niñas no mayores de diez años, con figuras etéreas, esbeltas y muy lindas en espera de mostrar su arte e hipnotizar al público con los vaivenes de sus cuerpos.

Estaba allí en compañía de su familia, eso es lo que importa. María Camila García, 12 años de edad, una niña como cualquier otra, con un padre, Juan Manuel, una madre, Luisa Fernanda, y dos hermanos, Mariana y Santiago.

Era ella. La pequeña que en algún momento de su vida debió preguntar como todo niño si los monstruos existen, y que seguramente recibió como respuesta un “no tienes por qué preocuparte, son sólo producto de tu imaginación” o de la imaginación de algún escritor de cuentos fantásticos.

Quizá en aquel momento, cuando fue sorprendida por el estruendo que no alcanzó a interpretar, recordó esa respuesta. Comenzaba su cuento. Sobrevino la oscuridad y lo último que pudo ver fueron dos ojos de fuego que avanzaban en su búsqueda.

¿Qué de la oscuridad no surgen horribles seres de cuyas fauces sale fuego? Después del 7 de febrero cualquier adulto que afirme a los más pequeños la irrealidad de estos seres o que se atreva a insistir en su origen fantástico, estará mintiendo. En Colombia los monstruos si existen y como en los relatos han venido para llevarse a los niños.

El monstruo avanzó por toda la construcción persiguiendo a los más débiles y con sus pasos de gigante destruía todo lo que se interponía en su camino. Muros y puertas despedazadas por sus rugidos dejaron de ser barreras seguras para esconderse. Todo comenzó a desplomarse con rapidez, las llamaradas de su boca envenenaron el aire. La furia apenas empezaba y estaba lejos de agotarse.

Parqueadero, tercer piso, 8:00 p.m.

Una explosión destruyó parcialmente el club El Nogal. La fachada de los cuatro pisos del parqueadero se derrumbó, no había certeza de lo sucedido. Retumbó todo el edificio: las vigas y planchas de todos los niveles resultaron averiadas. El voraz incendio desatado no fue fácil de controlar y sólo pudo ser sofocado dos horas y media después.

Se manejaron versiones sobre las causas de lo sucedido. La posible explosión de una caldera que funcionaba con gas y que estaba ubicada en el último nivel, junto al parqueadero del tercer piso, fue la hipótesis inicial. Pero muy pronto surgió otra: la de un atentado terrorista que con el transcurrir de las horas se ajustó más a la realidad.

Después de la explosión, el aire se hizo insoportable. Las personas que quedaron conscientes buscaban las posibles salidas. Las llamas empezaron a propagarse y el pánico naciente era otro enemigo de los supervivientes. Los gemidos de los heridos llamaron la atención de los que se mantenían en pie; éstos se dieron a la tarea de ayudarlos en medio de la reinante oscuridad. El deseo de salvar a otros funcionó como virtual oxígeno en la labor de auxilio. Cada piso tenía su propio drama.

En el octavo nivel, el pánico invadió al grupo de ballet y las figuras etéreas, ahora sonambulescas, no sabían cómo deslizarse en medio de la penumbra. Ya no había música, sólo una nota amarga que crecía en intensidad: La angustia.

Nadia, la maestra rusa, intentó guiar a sus alumnas pero esta vez no en los pasos de baile sino en la preservación de sus vidas. Sin saber cómo, pudo llegar a las escaleras que daban justo a la salida sobre la carrera quinta. Todas pudieron alcanzar la calle, pero Nadia en medio de la tensión empezó a sentir que sus dientes se desboronaban...

La oscuridad protegió a María Camila y bajo los escombros el sueño la cobijó del dolor mientras a su alrededor otros fallecían, entre ellos sus padres y Mariana su pequeña hermanita de cuatro años. Soñó por largo tiempo con un lugar maravilloso donde los niños corrían libremente y jugaban por siempre a ser inocentes. La música que invadía su paraíso estaba compuesta por las risas de todos los pequeños.

El monstruo empezó a cansarse de buscarla, su fuerza se agotaba y estaba a punto de abandonar su siniestra cacería. Antes debió rugir con fiereza inclemente y derribó las pocas cosas que quedaban aún en pie. Se marchó luego con aire de triunfo. Los gemidos de dolor parecían vitorear su demente misión; sin embargo, en el fondo de los escombros un corazón latía con un sueño de risas y libertad.

Por un momento, la bestia, antes de marcharse, escuchó los débiles latidos y giró su deforme rostro para revisar si alguien acaso osaba vivir. Resistiéndose a morir, el latido empezó a crecer, a retumbar, y el sonido de la vida produjo en el monstruo un agudo dolor. El dulce ritmo cobró sabor de risa infantil y colmó el espacio asolado. El monstruo intentó anular su oído pero fue inútil. Comprendió entonces que había perdido y debía huir. El corazón de los niños triunfaba.

El exceso de humo y polvo impedía respirar al tiempo que anulaba la visibilidad. Un olor a gas invadió el edificio. La situación era caótica. Afuera, el estrépito de las sirenas pareció encontrar sólo su eco. Los cuerpos de socorro se movían desesperadamente tratando de llegar hasta el último rincón tras cualquier rastro de vida. La sensación no era otra diferente a la de ahogo e impotencia.

Poco a poco las risas de los cientos de niños que corrían a su alrededor empezaron a cesar, se esfumaban una a una y dejaban el lugar desierto. María Camila intentaba preguntarles qué sucedía pero su voz no tomaba forma, finalmente se quedó sola en medio del silencio que todo lo cubría; sintió temor de quedarse allí para siempre sin sus hermanos, sin sus amigos, sin su familia.

Ya casi de madrugada siguieron las evaluaciones. Perros especialmente entrenados se convirtieron en los guías de los socorristas, bomberos y auxiliadores. Sin embargo, todos los grupos debieron retirarse. Alguien informó que al parecer la piscina empezaba a agrietarse y de ser así la presión del agua acabaría con lo que quedaba de la construcción.

Sábado 8 de febrero
Ruinas del cuarto piso, 5:30 a.m.

Las labores de rescate y remoción de escombros comenzaron desde muy temprano. Miembros del CTI y del DAS formaban parte de los grupos de auxilio y su labor estaba encaminada a la ubicación e identificación de cadáveres.

El tiempo transcurría y mientras uno de los socorristas que trataba de alcanzar el cuerpo de un hombre que yacía entre el tercero y cuarto piso, pudo distinguir uno sollozo extraño. Pálido, completamente lívido, seguía sin dar crédito a lo escuchado: dos quejidos más, aproximadamente a un metro de donde se encontraba.

– Necesitamos una ambulancia, personal especializado–, avisó por su radio.

Al parecer, una vida aún se mantenía después de tantas horas.

El grupo completo empezó a quitar bloques y empleó su energía tratando de salvar a una pequeña. Al verla viva, la sorpresa los invadió pero también el pánico continuaba presente. Eran ya más de las once de la mañana. Una hora o tal vez más estuvieron allí, concentrados en un rescate increíble. Debían evitar un desequilibrio corporal que se podía presentar por el hecho de haber estado aprisionado por tanto tiempo, ya más de dieciséis horas.

Cuando pudieron colocaron a la niña en una camilla, le suministraron oxígeno y suero, aseguraron su cuello con un collar ortopédico y se encaminaron hacia la salida donde una ambulancia esperaba para trasladarla a la clínica del Country. María Camila García daba señales pero sus fuerzas eran muy pocas.

En medio de su silencio recordó la historia del mundo en el que con sólo desear algo todo se cumplía, se hacía realidad. Decidió entonces vivir allí y con toda la fuerza de su espíritu deseó regresar a jugar, volvió a sonreír mientras era extraída de los escombros cuando ya nadie esperaba encontrar vida presente.

Tres días después del atentado las investigaciones determinaron con certeza el tipo de explosivo utilizado. Una bomba incendiaria, mezcla de anfo y clorato, instalada en un carro Renault Megane de color rojo. Las Farc fueron las responsables. Una vez más sus actos de barbarie sumaban a sus listas 35 muertos y 173 heridos.

Un día el monstruo habrá desaparecido para siempre con sus estruendos de bomba, sus bocanadas de fuego, su mortal humo y sus garras de fusil que todo lo alcanzan sin importar el material del castillo donde los niños se esconden.

Se podrá dar respuestas a las pequeñas víctimas de la violencia y así, un padre o una madre, tras apagar la luz de la habitación de sus hijos podrá decir la verdad a los pequeños: “Tranquilo hijo, los monstruos no existen y si sueñas con ellos son pesadillas del pasado que no pueden ya escapar de los viejos cuentos”.

...

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"Somewhere a true believer is training to kill you. He is training with minimal food and water, in austere conditions, training day and night. The only thing clean on him is his weapon and he made his web gear. He doens´t worry about workout to do, his rug weight what it weighs, his run end when the enemy stops chasing him. This true believer is not concerned about "how hard it is", He knows either he wins or die, He doesn´t go home at 17:00, He is home, He knows only the Cause"


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NotaPublicado: 06 May 2009 21:04 
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Un ángel camino al cielo

A la memoria de Sandra Milena, de
17 años, y su hija Helen Tatiana,
de 3, dos angelitos que acompañaron
a Ingrid en su encuentro con Dios.

La muerte madrugó ese día más de lo acostumbrado. Las manecillas del reloj marcaban exactamente las 4 y 10 minutos de la mañana, cuando Ingrid Giselle Perdomo Dusán se levantó de la cama que de tiempo atrás compartía con su hermana Lorena. El sutil tictac del despertador dio paso a un agudo timbre de matices electrónicos que preludiaba el nacimiento del nuevo día.

La muchacha, recostada boca abajo, estiró pesadamente su brazo derecho, y con las yemas de sus delicados dedos tanteó en la oscuridad el botón que silenciaba la pequeña caja del tiempo. Un movimiento mecánico e instintivo de una de sus falanges, devolvió el sosiego a la pequeña habitación de nueve y medio metros cuadrados.

Era una niña hermosa que tenía la graciosa figura de una mujercita de 14 años. Poseía la tez del color de la canela, los ojos azules y alegres y el cabello liso y castaño y largo hasta la espalda. Apenas cuatro meses atrás había arribado a esta edad, mas ya soñaba con el viaje que su madre le prometió para cuando cumpliera 15. Sin embargo, una gran fiesta, con muchos invitados, edecanes y damas de honor, también era parte de las fantasías de aquella flor que apenas despertaba a la vida.

Llámesele fatalidad o absurdo de la vida, Ingrid erró la hora al programar el reloj despertador que tenía en su cuarto. Se había levantado antes que nadie para cumplir su ineludible cita con el destino. Pero aquel aciago amanecer del viernes 14 de febrero de 2003 lo hizo una hora antes de lo acostumbrado.

La jovencita se restregó los ojos con los puños de las manos, luego extendió los brazos al aire y dejó escapar de su boca un fugaz suspiro. Con verdadero entusiasmo se dispuso a tomar el refrescante baño de la mañana, en una región que a esa hora del día registra una temperatura ambiente entre los 17 y 22 grados centígrados, y que al filo del medio día fácilmente alcanza más de treinta grados a la sombra.

Dejó deslizar por su cuerpo el pijama de algodón que tenía puesta y entre tanto envolvió su delicada figura en una toalla elaborada en finos hilos del mismo material. En la oscuridad del cuarto buscó el viejo par de chanclas de cuero crudo que estaba al pie de su lecho y caminó en tinieblas hasta alcanzar el baño de servicio. El movimiento circular de su mano derecha liberó un abundante chorro de agua fría con el que espantó los rezagos de somnolencia que aún le quedaban.

Los ruidos nada frecuentes que se oían a esa hora –aunque habituales entre semana cuando en la casa rayaba el alba–, sacaron a Yolanda Dusán Charry, madre de Ingrid, del sueño profundo en el que se había sumergido pasadas las 10 y 30 de la noche, diez o 15 minutos después de ver en la televisión el último capítulo de su novela preferida.

Entonces la mujer quiso satisfacer su curiosidad.

– ¿Quién anda levantado a esta hora? –preguntó ella desde el interior de la alcoba principal de la casa.
– Ingrid –dijo la niña.
– Hijita, ¿por qué estás despierta tan temprano si apenas son las cuatro?
– No, mami, ya son más de las cinco –respondió ella.

Con los párpados entrecerrados, Yolanda observó de reojo los trazos de luz roja que resplandecían sobre la pantalla del reloj digital que tenía en su habitación y cuya configuración geométrica le permitió corroborar que apenas eran las 4 y 20 de la mañana. En ese momento –impulsada quizás por el natural instinto sobre protector de las madres–, sintió que era su deber escapar de la comodidad de las sabanas para espiar los movimientos de la menor de sus dos hijas.

La conducta de Ingrid ciertamente la dejó perpleja. Era inusual verla vestida con el uniforme del colegio Santa Librada tan temprano. Llevaba la falda de pliegues azul clara con rayas rojas que una amiga le había confeccionado una semana atrás, la blusa blanca manga corta, las medias canilleras del mismo color de la camisa y los zapatos colegiales de cuero negro. Si bien decía que su hija era ejemplar en muchos sentidos, Yolanda no opinaba lo mismo sobre la predisposición de la niña para el estudio.

Dicen que después de la pedrada en el ojo no hay Santa Lucía que valga, así que madre e hija se pusieron a conversar animadamente y se olvidaron del madrugón. Incluso, Yolanda tuvo la oportunidad de contemplar por última vez la belleza natural de Ingrid, mientras la jovencita depositaba un par de libros y otros tantos cuadernos en el maletín rojo de nylon que acostumbraba llevar al colegio y que esperaba reemplazar por uno nuevo que había visto en el aparador de un almacén en el centro de Neiva.

Los murmullos y risas que se oían en el pasillo despertaron a Gerson Hernández. Él, después de dos años de estar conviviendo en unión libre con Yolanda, no daba crédito a lo que sus ojos veían. La menor de las hijas de su pareja, la misma que detestaba madrugar, en especial para cumplir con sus deberes académicos, se había levantado primero que los demás miembros de la casa. Eran las 4 y 30 de la mañana.

Gerson, propietario de un puesto de venta de pollo en canal al menudeo en Mercaneiva, la plaza de mercado de la capital huilense, no desaprovechó la oportunidad para mofarse de la situación, a su juicio curiosa.

– Buenos días, Ingrid.
La niña contestó con un ademán de la cabeza.
– ¿Está enferma? –dijo él con sarcasmo.

Ingrid sonrió. No quiso decir nada porque sabía de la enorme capacidad de su padrastro para exasperar con burlas a quien le daba ocasión. Además, estuvo todo el tiempo concentrada frente al espejo de la sala, peinando su cabello con suaves movimientos verticales de arriba hacia abajo y dando rienda suelta a la vanidad propia de las adolescentes de estos tiempos.

Estando en esas, la jovencita escuchó bramar la máquina de la motocicleta del vigilante de la cuadra y el chirrido que producían los neumáticos del vehículo cuando él oprimía los frenos. Eran amigos hace tiempo, si bien el uno y el otro ni siquiera conocían sus nombres de pila. El Centi, como la pequeña le decía cariñosamente, acostumbraba a darle un aventón hasta la calle 26 para que ahí tomara la ruta escolar.

De un salto llegó hasta la sala, abrió una de las ventanas laterales de aluminio y con un chiflido atrajo la atención de su ocasional cómplice de andadas.

– ¡Centi, Centi...! –gritó ella.
– Quiubo, ¿qué se le antoja esta vez?
– ¿Me da el chance hasta la avenida?
– ¡Ah, qué jartera! –dijo él mientras fruncía su frente–. No, mentiras, mentiras –agregó segundos después–; la llevo tan pronto termine de mirar a la Policía coger unos ladrones.

Las palabras del Centi retumbaron en los oídos de Ingrid como en una caja de resonancia. Nuevamente se colocó frente al espejo que colgaba en una de las paredes del corredor, hizo una moña en su cabeza con la destreza de un estilista profesional y, de una vieja caja de cartón con visos de joyero, tomó dos pulseras fabricadas a partir de cuencas y piedras de colores y cinco anillos de plata que finalmente colocó en su muñeca derecha y en sus dedos.

Cruzó el estrecho pasillo con decisión, abrió la puerta de su cuarto y se paró frente a la cama donde su hermana mayor dormía placenteramente. Estaba tan entusiasmada por lo que ocurría afuera, en la calle, justo en la acera de enfrente, en una casa diagonal a la suya y que estaba situada a la izquierda de su perspectiva. Por eso quiso compartir la novedad con Lorena, a quien agitó suavemente, tomándola del hombro derecho.

– Lorena, levántese que la Policía tiene rodeada la casa de unos vecinos donde se metieron los ladrones.
– ¿Dónde?
– En la casa de las vecinas nuevas. Vamos, levántese.

Iba camino a la calle cuando Yolanda le salió al paso.

– Nena, ¿para dónde vas? –le preguntó ella.
– Pues a mirar...
– Ingrid Giselle, ¡le prohíbo que se vaya para allá! –dijo la madre con tono autoritario.
– Mami, no me demoro nada.

Y diciendo esto, Ingrid salió rápidamente de la casa, por la puerta principal, hacia la calle, donde la policía practicaba una diligencia de allanamiento en una vivienda de la calle 65 con carrera 3ª, en el barrio Villa Magdalena, erigido hace cinco años a 300 metros de la pista de aterrizaje del aeropuerto Benito Salas de la capital de Huila.

El espectáculo de la calle sobrecogió a la jovencita. Entonces pudo más la curiosidad que la prudencia. La mirada de Ingrid se encontró con la del mayor Henry Angarita, jefe de la Sijin, que comandaba a los efectivos policiales, y quien sorprendido por la presencia de la menor junto a él, sólo acertó a decir:

– Buenos días, nena, ¿nos puedes facilitar una escalera?
– En la casa no tenemos, pero tal vez donde una vecina.

Yolanda, Gerson, Lorena y hasta el Cachifo –el perro de la casa–, habían salido detrás de Ingrid, que en cuestión de segundos entabló animada charla con el oficial. Por eso se enteraron de la petición del uniformado y por eso mismo fue que Milena y su pequeño hijo de nueve meses se salvaron de la muerte. La niña golpeó en la ventana de su vecina y habló con voz suficiente para que la oyera.

– Doña Milena, la Policía necesita una escalera. ¿Tiene?

La voz entrecortada de la vecina le contestó:

– Parece que en el patio tengo una.

Se oyó el manojo de llaves, y la puerta se abrió con doña Milena en bata y chancletas, el hijo en brazos y una escalerilla de madera a rastras. Para cuando Ingrid fue a contarle al mayor Angarita que había conseguido la herramienta, tres agentes de la Policía estaban sobre el techo de la vivienda. El alboroto despertó a casi toda la cuadra.

En los diez minutos siguientes cruzó algunas palabras con la fiscal especializada Cecilia Giraldo Saavedra, que encabezaba el allanamiento. Le bastó con verle a la cara y observarle dar órdenes a los agentes y funcionarios que participaban en la diligencia judicial, para sentir admiración por ella. Por algo había manifestado en más de una oportunidad su deseo de ingresar al DAS o a la misma Fiscalía.

Mientras el operativo continuaba, Yolanda despidió a su pareja de un beso en la boca y se puso a conversar con Alfredo Vargas, un profesor de la casa de al lado. Lorena se unió al corillo que comentaba la ocupación de la vivienda que hasta hace cinco meses era habitada por sombras y fantasmas, y que un mes después había sido rentada por una mujer madura y una joven que no hablaban con nadie. La madre y su hija se recostaron en el automóvil Daewoo del educador que con mecedora de mimbre en mano se preparaba para observar el espectáculo en primera fila.

Yolanda volvió a presionar a su princesita.

– Ingrid, váyase que se le va a hacer tarde para el colegio. Ya son las 5 y 20.
– No mami, déjeme ver cómo termina esto. En unos minutos me voy...

En ese tire y afloje apareció Elcira Dusán, tía de Ingrid, que como a casi todos en la cuadra, los pasos en el techo de sus vecinos y los gritos en la calle la despertaron. Iba acompañada de Kerly Tatiana, su hija de 16 años de edad. Estudiante de décimo grado en el colegio Promoción Social, caminaba en ocasiones con su prima Ingrid hasta la 26, la avenida donde ambas cogían el bus.

Ese día le insistió como ningún otro para que se marcharan juntas.

– Prima, vamos a traer los libros –le dijo Kerly.
– No, ve tú primero que yo ya te alcanzo.
– Prima, se nos hace tarde –le insistió ella.
– Te alcanzo, ya te lo dije.

Entonces Kerly caminó hacia su casa. Alcanzó a oír que la fiscal Osorio daba la orden para derribar la puerta mientras otros policías desentechaban la vivienda. Luego escuchó una explosión con ímpetu de terremoto y después de eso nada. Eran las 5 y 25 de la mañana.

Ingrid quedó tendida en la calle, con la pierna derecha destrozada, bajo una reja y un trozo de la pared de enfrente. Yolanda y Lorena, a tientas y como sonámbulas, comenzaron la búsqueda de su hija y hermana. No sabían cuánto tiempo había pasado cuando recobraron la conciencia y lograron darse cuenta de la magnitud de la hecatombe. El barrio se inundó de ulular de sirenas y de llantos inconsolables.

La voz lastimera que les era familiar, atrajo su atención. Ingrid dejó escapar sus últimos hálitos mientras repetía “mami, mami...” Doña Yolanda, guiada por la mano de Dios y por la voz de su hija moribunda, finalmente la ubicó entre los escombros y la polvareda que todavía flotaba en el ambiente.

Lorena, aún en trance, ingresó sin saber cómo a la casa de una vecina que trataba de salvar a su hijo de 12 meses que permanecía atrapado entre fragmentos de tejas de eternit y de cielo raso caídos sobre la cuna. La imagen la impactó al punto que decidió salir del lugar como alma que lleva en pena. En su recorrido, un agente herido y que tenía medio cuerpo bajo una viga de concreto, la tomó del tobillo derecho. En esas, divisó a la distancia a la mujer que la trajo al mundo y se fue a su encuentro.

Trató de buscar apoyo en Yolanda, pero ella estaba ausente; tenía el cuerpo sobre la acera, sentado, y con Ingrid entre los brazos, por cierto, pero no había ningún signo de vida en su rostro descompuesto, que contemplaba de cerca la cara de la muerte. El ángel de sus ojos había expirado, quizá con la misión divina de acompañar a las demás víctimas mortales de la desgracia en su transito hacia el cielo.

El estallido abrió un boquete de diez metros de profundidad en el suelo. Voló en átomos la vivienda que era allanada y las casas situadas a lado y lado, además de agrietar paredes y derrumbar algunos muros que cayeron como si fueran las cartas de un castillo de naipes. La onda explosiva levantó los techos de las demás propiedades –que enseguida se precipitaron a tierra convertidos en afiladas y mortales cuchillas– y dejó correr una densa nube de polvo que inundó toda la cuadra en milésimas de segundos.

La fuerza de la explosión se llevó por delante a la fiscal Osorio, al mayor Angarita y a ocho agentes, así como a cinco civiles. El cuerpo mutilado de la funcionaria judicial cruzó la calle y fue a parar al patio de ropas de la casa de enfrente luego recorrer treinta metros en los que atravesó la puerta de metal. Del oficial sólo se pudo encontrar un fragmento de la quijada. Por fortuna, en la vivienda no había nadie, porque sus dueños, Ángel María y Alma Sucel Murcia Guzmán, padre e hija, decidieron quedarse a dormir donde unos familiares en el sur de la ciudad.

“Entre los escombros de la casa había varios muertos –dijo don Ángel María–. A la entrada hallé el cadáver destrozado de un policía. En el patio de ropas, al fondo, encontré medio cuerpo de la fiscal; al pie de la cocina, los restos de otro agente mutilado”.

Las Farc, se supo en las horas siguientes, le tendieron una trampa a la comisión judicial. Los terroristas activaron un mecanismo a control remoto e hicieron explotar cerca de 300 kilos de anfo que tenían dispuestos en el lugar. De no ser por los árboles de oití, palma y pomarrosa, plantados en los andenes para dar sombra a las viviendas, la destrucción quizá hubiese sido mayor. Entre los heridos que dejó la casa bomba hay ocho niños que a esa hora se dirigían a sus colegios. Un censo indicó además que 35 viviendas quedaron totalmente destruidas y al menos 47 con algún tipo de avería.

La ciudad recobró su rutina un día después. El mismo en que Ingrid fue sepultada en la cripta 375 del ala norte del cementerio central. Cuatro vasijas rojas, burdamente empotradas delante de la fría loza de cemento, que contenían margaritas, pompones y rosas rojas, blancas y rosadas, ornaron la tumba e hicieron compañía a la pequeña en su última morada.

La delegación de noveno grado del colegio Santa Librada se hizo presente en el campo santo. En fila india, las condiscípulas de la niña, que conocían sus gustos de mujercita, fueron depositando pulseras de piedras de colores en la caja mortuoria de cedro donde hoy reposan sus restos. Gina, su mejor amiga, profundamente afectada por la pérdida, fue la única que no asistió a darle el último adiós.”

...

FIN

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"Somewhere a true believer is training to kill you. He is training with minimal food and water, in austere conditions, training day and night. The only thing clean on him is his weapon and he made his web gear. He doens´t worry about workout to do, his rug weight what it weighs, his run end when the enemy stops chasing him. This true believer is not concerned about "how hard it is", He knows either he wins or die, He doesn´t go home at 17:00, He is home, He knows only the Cause"


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Crónicas de la Barbarie


Ocho crónicas de algunos de los episodios más atroces de la guerra que sacude a Colombia, recogidas y editadas por la Fundación Círculo de Amistad Colombo Alemana, ponen al descubierto a los verdaderos culpables de la crisis de este país sudamericano.





Gracias Moonplayer por mostrarle al mundo la magnitud de nuestro infierno, has ejecutado el roll de Horacio, el amigo de Hamlet... "¡Ah, buen Horacio! Si todo queda oculto, ¡qué nombre tan manchado dejaré! Si por mí sentiste algún cariño, abstente de la dicha por un tiempo y vive con dolor en el cruel mundo para contar mi historia..." Bojayá me afecta muy íntimamente por razones personales, leer esto me hizo revivir muchas cosas... Un saludo.

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Dios Y Patria

"No me desenvaines sin necesidad, no me guardes sin honor"

Entre hombres de uniforme, las virtudes militares se tienen que cultivar, hasta hacerlas parte de su propia personalidad. No se puede concebir un soldado, que no posea las cualidades, que día a día cultivan en filas. El valor, la lealtad, la moral y la disciplina son inherentes al hombre o mujer de uniforme, la iniciativa su rasgo característico.


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Crónicas de la Barbarie


Ocho crónicas de algunos de los episodios más atroces de la guerra que sacude a Colombia, recogidas y editadas por la Fundación Círculo de Amistad Colombo Alemana, ponen al descubierto a los verdaderos culpables de la crisis de este país sudamericano.





Gracias Moonplayer por mostrarle al mundo la magnitud de nuestro infierno, has ejecutado el roll de Horacio, el amigo de Hamlet... "¡Ah, buen Horacio! Si todo queda oculto, ¡qué nombre tan manchado dejaré! Si por mí sentiste algún cariño, abstente de la dicha por un tiempo y vive con dolor en el cruel mundo para contar mi historia..." Bojayá me afecta muy íntimamente por razones personales, leer esto me hizo revivir muchas cosas... Un saludo.


Saludos a todos

Lilith

He trabajado en Colombia durante bastante tiempo, y he sido testigo directo del conflicto, despues de compartir tanto a nivel profesional, como personal con las Fuerzas de Seguridad Colombianas, Ejercito e Infanteria de Marina, para mi es una obligacion dar a conocer LA REALIDAD que se vive a diario y desde hace mucho tiempo en el pais.

Un saludo

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Cualquiera que derrame su sangre conmigo, es mi HERMANO.

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Caras del conflicto:
Documental sobre las complejidades de una guerra fraticida.
http://www.youtube.com/watch?v=JuGxX2iA ... re=related

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