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NotaPublicado: 15 Abr 2009 13:22 
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Colombia

Crónicas de la Barbarie


Ocho crónicas de algunos de los episodios más atroces de la guerra que sacude a Colombia, recogidas y editadas por la Fundación Círculo de Amistad Colombo Alemana, ponen al descubierto a los verdaderos culpables de la crisis de este país sudamericano.

PRÓLOGO

En las últimas décadas, los grupos armados irregulares colombianos, en ejecución de un sinnúmero de “acciones militares” y actos terroristas, han ocasionado más víctimas mortales que las que en su momento produjo la guerra de los Balcanes. En esta esquina del continente se registran más muertos, más violaciones de derechos humanos, más crímenes de guerra, más rehenes (léase secuestrados) y más guerra sucia que en cualquier otro lugar del planeta.

Estos tangibles quizás han llevado a propios y a extraños a considerar sui generis este conflicto armado. Y parece que el día a día les da la razón. Los métodos utilizados para hacer la guerra –desde el punto de vista más puro del derecho internacional humanitario y del derecho internacional de los derechos humanos– merecen igual o superior condena a los usados por los Serbios, Bosnios y Croatas durante los horrores de la ex Yugoslavia.

Las masacres, el asesinato de ciudadanos en total estado de indefensión y los actos de violencia sistemática contra la población civil, parecen ser cosa del pasado sí bien todavía se presentan. Los métodos en boga exhiben mayores índices de crueldad al igual que efectos enteramente indiscriminados Es el caso de los atentados con explosivos en centros comerciales o clubes privados de gran afluencia de público, la proliferación en el uso de las casas bomba y los cadáveres bomba o el hecho de obligar a civiles a conducir vehículos cargados con explosivos y dirigirlos contra bienes civiles y militares.

Del ejercicio de estas prácticas criminales no se sustrae ningún grupo irregular. Quiere decirse en tal caso que son tan culpables los miembros del secretariado de las Farc como los integrantes del Comando Central del Eln o del estado mayor de los grupos de autodefensa. Lo cierto es que el terrorismo es el arma preferida a la hora de esgrimir desteñidos discursos de reivindicación de derechos de los sectores populares, por parte de los unos, y de defensa de intereses y derechos privados ante la falta de seguridad que brinda el Estado, por parte de los otros.

Entonces Retratos de la barbarie se convierte en la voz de los que no tienen voz, da nombre a los que no tienen nombre, reivindica la causa de los que no tienen causa y culpa a los que difícilmente serían culpados. Es en sí mismo una denuncia sutil y un intento simple de mostrar otras facetas desconocidas del conflicto armado colombiano. El libro apuntala su perfil acusatorio en el carácter vinculante de los instrumentos internacionales de derecho internacional humanitario y de derecho internacional de los derechos humanos para este tipo de organizaciones.

Indudablemente, los actos de terrorismo que cometen los grupos armados ilegales en Colombia, comportan una grave amenaza para el disfrute de los derechos humanos, en especial, el respeto a la vida. Retratos de la barbarie recrea esta realidad vadeando la crónica, género periodístico que permite trasmutar al papel algunos de los episodios más atroces de la guerra sucia que sacude los cimientos de la sociedad colombiana.

Apartados de mezquinas pasiones políticas e ideológicas, los autores de los ocho escritos del libro desnudan a los verdaderos culpables de la crisis en este país suramericano. Para lograrlo, rinden de la obra cada descripción, cada detalle, cada milímetro, cada línea, cada diálogo, cada página, cada capítulo.
Las dos primeras crónicas rememoran la masacre ocurrida el viernes 3 de mayo de 2002 en Bojayá, pueblo ribereño de Chocó, en el noroccidente del país. Las Farc atacaron con cilindros bomba la iglesia del municipio, donde se refugiaban alrededor de 250 personas que habían huido de los enfrentamientos entre esta organización y un grupo de autodefensa. Allí, en total estado de indefensión, murieron 119 civiles.

El tercer relato transporta a los lectores a la localidad de Saravena, en el fronterizo departamento de Arauca. En este municipio del nororiente colombiano como en ningún otro, se evidencian los efectos indiscriminados del terrorismo, que sin alertar sobre su presencia toca la cotidianeidad de las ciudades y los pueblos de Colombia.

La cuarta narración fue tomada de la edición de la segunda semana de agosto de 2002 de la revista Cambio, una de las publicaciones de temas de actualidad más serias e importantes que circulan en el país. El escrito cuenta los pormenores de una serie de acciones de la organización terrorista Farc en la capital colombiana durante los actos de posesión del presidente Álvaro Uribe Vélez.
El recurrente drama de los atentados con carro bomba se revive a través de la lectura de la quinta crónica. Esta historia se escenifica en Arauca, capital del departamento que lleva el mismo nombre. El protagonista es un niño que sobrevivió a la tragedia gracias a la expiación de un miembro de la fuerza pública.

El sexto capítulo reconstruye el caso de los hermanos Avendaño Camargo, tres humildes transportadores de carga de Bogotá que fueron secuestrados en el departamento de Arauca. El 9 de enero de 2003, mientras cumplían un contrato que creían la tabla de salvación para sus problemas de dinero, cayeron en un retén ilegal de las Farc, y bajo engaños y amenazas de muerte, se les obligó a pilotar carros bomba. Sólo Mauricio, el menor de ellos, regresó con vida del infierno.

Pero como la bestia del terrorismo no conoce límites, los tristes hechos del club El Nogal no podían quedarse fuera de estas páginas. La noche del pasado viernes 7 de febrero, las Farc ubicaron un carro con 250 kilos de explosivo anfo en uno de los parqueaderos del edificio del norte de Bogotá y lo explotaron. La muerte, vestida de fuego, hierros retorcidos y esquirlas, cogió por sorpresa a los desprevenidos ciudadanos que concurrían al exclusivo sitio. El ataque dejó más de 30 muertos, entre ellos 6 menores, y 167 heridos.

El último eslabón en esta cadena de infamias ocurrió exactamente siete días después del bombazo en el club capitalino. La mañana del viernes 14 de febrero, las Farc le tendieron una trampa a una comisión judicial que realizaba un allanamiento en el barrio Villa Magdalena de Neiva. Los terroristas activaron a control remoto e hicieron explotar cerca de 300 kilos de anfo, ocasionándole la muerte a una fiscal y a nueve policías, así como a cinco civiles. La detonación de la carga explosiva produjo daños en un área de 500 metros a la redonda: 35 casas quedaron totalmente destruidas.

En la columna Tiro directo, luego del último atentado en Bogotá, Mauricio Vargas, director de la revista Cambio, cuestionó el terrorismo como método de guerra y dejó en el ambiente el siguiente interrogante: “¿Acaso hay diferencia entre los herederos de Escobar, Castaño y ‘Tirofijo’?” La respuesta que dio, resume el sumo de este libro: “Para mí, ninguna. Unos y otros están dedicados al narcotráfico. Unos y otros han convertido el asesinato masivo y selectivo en su deporte favorito. Unos y otros han demostrado que les importa un bledo si la bomba que ponen mata un anciano, a un niño, a un rico, a un pobre, a una mujer embarazada”.

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NotaPublicado: 15 Abr 2009 13:28 
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Relato de la fe perdida

Dicen que ese día Dios cerró los ojos y por un instante olvidó al pueblo. También dicen que por eso sucedió la tragedia. Sólo así se explican que la Casa del Señor se hubiese transformado en el mismo infierno en menos de seis segundos.Cuando comenzó el combate casi todo Bojayá buscó refugio entre las paredes del templo. Era obvio. Primero, porque los moradores de esta zona son religiosos, y quizás no imaginaron mejor protección que la del Creador. Y en segundo lugar, porque se trataba de una de las cuatro construcciones fraguadas en concreto que orgullosas se alzaban en localidad ribereña, que a la distancia parece naufragar en las aguas del Atrato.

“¡Que ilusos! –dice Petrona, una adusta mujer que esa mañana gris le sacó ventaja a la muerte–. Pensamos que la iglesia era nuestra mejor oportunidad y no fue así. Por eso casi todos corrimos para allá cuando se prendió la balacera... otros cogieron para la casa de las monjitas... a ellos, Dios sí les sonrió”.

El primer estruendo turbó la tranquilidad aparente que se respiraba en el ambiente. El caos instauró su trono en la única calle del pueblo, cubierta de extremo a extremo con una gruesa capa de fango. Hombres, mujeres y niños corrieron de un lado a otro.
El cielo pareció caer a pedazos, como si el fin del mundo estuviese a la vuelta de la esquina. Las explosiones estremecieron las endebles casuchas de madera, mientras el sonido metálico de las ráfagas de fusil se coló por cuantas ranuras encontró a su paso.
En medio de la confusión, una luz de esperanza floreció como a veces suele suceder. En las puertas de la capilla estaban de pie los sacerdotes Janeiro, Antonio y Antún. La familiaridad de sus rostros tranquilizó a los huidizos parroquianos. Eran desde hace buen tiempo los guías espirituales de esta comunidad afro colombiana.

– ¡Entren, por Dios... entren! –apuraban los sacerdotes–.
– Gracias padrecitos –contestaban los que iban llegando–.

En escasos 10 minutos el recinto estuvo atiborrado de personas aterradas. De lugar santo, la capilla de Bojayá pasó a ser refugio de casi 250 almas en pena. Una amalgama de edades, sexos, colores de piel y condiciones sociales.

Era imposible no escuchar el fuego cruzado entre los hombres de las Farc y los de las autodefensas. Los integrantes del segundo bando corrieron desordenadamente de un extremo de la calle al otro. En su recorrido se parapetaron en diferentes puntos del caserío.
En el interior de la capilla, los tres religiosos se repartieron los quehaceres que les impuso aquella desgracia. El padre Janeiro oró, y junto a él unas tres docenas de feligreses. Los padres Antonio y Antún buscaron comida en la despensa de la Casa Cural, consolaron el llanto de los niños y acondicionaron las rústicas bancas de madera para afrontar las azarosas horas que se avecinaban.
“Rezábamos y llorábamos abrazados”, recuerda Guillermina Ibargüen, de 18 años, quien hoy se recupera de las heridas que sufrió en el ataque. “Hubo bombardeos desde el cielo, por el piso, metralla, de todo antes de la explosión grande”.
Era festivo

La tragedia se inició temprano en ese pedazo olvidado de Colombia. Era miércoles primero de mayo, Día del Trabajo –un festivo más– y razón suficiente para que los lugareños permanecieran en el interior de sus ranchos, algunos de ellos entre dormidos, a lo mejor desquitándose de la pereza, en una interminable riña en medio de sábanas, bochorno y mosquitos.
Cuando las primeras balas pasaron silbando en medio de los recovecos que hay entre uno y otro rancho de Bojayá, pocas personas rondaban por la calle. A los demás, la inminencia de la guerra los sustrajo de aquel menudo universo de lo cotidiano. Los hombres tomaron a los niños, mientras las mujeres hicieron lo propio con sus retoños aún de brazos.Sólo hubo tiempo para correr en busca de un lugar seguro. Al interior del improvisado resguardo llegaron escasamente con lo que llevaban puesto y con uno u otro coroto que se les enredó en las manos durante la espantada.

“Había muertos tirados en la calle –comenta Manuel Corrales, Secretario de Gobierno de Bojayá–. Vi a unos vecinos que murieron, atravesados por las balas, en la loca carrera por alcanzar el templo. En Bojayá quedaron más muertos que vivos”.
El primer día de encierro fue soportable. El templo aparentaba ser un lugar seguro, mas alrededor del mismo se escuchaban gritos repentinos, carreras, tiros y explosiones. La agitación de la calle no dejó de perturbar,

“sobre todo a las mamás –recuerda otro de los supervivientes–, que apretaron a sus hijos más pequeños contra el pecho”.
El padre Janeiro –un sacerdote de 31 años que se ordenó hace cuatro y que llegó a la población a comienzos de marzo– supo cómo afrontar la situación. No era la primera vez que veía enfrentada su fe a una situación difícil. Recordó que hace menos de un año se había registrado el ataque de las Farc a la vecina población antioqueña de Vigía del Fuerte, en la otra orilla del río. Allí también sembraron el terror entre quienes él consideraba su rebaño.

El clérigo sacó fuerzas de su interior durante ese primer día de encierro. Los testigos dicen que asintió levemente su cabeza, mientras su barbilla reposaba en una de sus manos. Luego, dirigió su mirada al cielo, tomó un segundo aliento y se puso a conversar con Dios. Nadie sabe de qué hablaron. Lo único cierto es que después de esta plática entre lo terreno y lo divino, su rostro irradió una energía contagiosa y su voz se mostró serena. Entonces dijo a todos que se tomaran de las manos, articuló dos o tres oraciones para luego en una prédica, aplacar el desasosiego de los allí presentes, al menos en lo espiritual.

Las penurias fueron muchas. La despensa de la Casa Cural –si se le podía llamar casa a aquel cuarto de dos por dos metros, en cuyo costado había una cocina más bien improvisada– almacenaba poca comida. El agua también escaseó; un hecho que no deja de ser paradójico en uno de los lugares más lluviosos del mundo –como es el Chocó–, y cuyo suelo recibe corrientes de agua, de todos los torrentes y tamaños, que se pueden contar por mil.

El aire del lugar estaba enrarecido. Hacía un calor pegajoso, característico de los bosques húmedos del trópico. El jadeo constante de las cerca de 250 personas que literalmente se encontraban pegadas unas con otras, elevó su temperatura corporal e hizo que algunas de ellas sudaran más de lo acostumbrado. En domingo, cuando la gente va más a misa, de 50 a 60 devotos saturaban la capilla.
En estas condiciones, las tinieblas se depositaron lentamente sobre los confines de la comarca. Sería faltar a la verdad si se dijera que uno solo de esos desdichados logró pegar los ojos en toda la noche. El desvelo fue la causa común que acompañó el lento discurrir de las horas.

Aquel 2 de mayo

El alba despuntó, pero esta vez no se escuchó el trinar de las aves nativas ni el cacarear de los gallos. Los ecos cotidianos cedieron su paso al tableteo de fusiles, el estallido de granadas y el crujir de la madera de los ranchos vecinos cuando éstos eran alcanzados por las bombas. Esa mañana tampoco se percibió el característico perfume de los guamos, las ceibas y los gualandayes, cuyas frondosas copas impregnan el entorno con las aromas del trópico. Su frescura se vio opacada por un intenso olor a guerra: un almizcle entre pólvora, tierra húmeda y leña que se quema.

Un plato de salmuera, en el que uno que otro pedazo de revuelto –trozos de plátano maduro, yuca o arracacha– sobresalía como una ínsula perdida en la inmensidad de un gran océano, fue el desayuno. Por fortuna para los anfitriones de este improvisado banquete, los comensales no eran exigentes. Y, además, eran gente pobre. La lenta distribución del alimento estuvo antecedida por una plegaria de acción de gracias a cargo del padre Antún.

Dicen que barriga llena corazón contento. El autor de este refrán no pensaría lo mismo de haber estado presente en el interior de esta ermita de pueblo. Los ruidos de la guerra, que a veces se apagaban en intervalos de 15 o 20 minutos para luego regresar con mayor intensidad, no dieron tiempo a cavilaciones diferentes que preguntarse qué estaba ocurriendo fuera de esas cuatro paredes.
En más de una ocasión escucharon tocar en los portones del recinto. Eran autodefensas que imploraban que los dejaran entrar. La negativa de los sacerdotes fue rotunda: “Entiendan, éste es un refugio de la población civil –explicaban a grito entero a sus interlocutores del otro lado–, no podemos acogerlos a ninguno de ustedes. Respeten a la población civil”
Un grupo de autodefensas se atrincheró a pocos metros de uno de los costados de la capilla. Desde ese lugar contestaban el fuego que recibían de la otra margen del Atrato, de la espesa selva que rodea a Bojayá y de determinados puntos del pueblo que controlaban las Farc.

Hacia las 10:30 de la mañana, el padre Antonio invitó a las mujeres y a los menores a congregarse alrededor del altar, para formar una cadena de oración que ayudara a mantener el ánimo en pie. Él sabía que el constante acompañamiento era la mejor arma que se podía esgrimir para combatir el miedo. La espera continuó mientras el grupo elevaba plegarias al Creador.

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NotaPublicado: 15 Abr 2009 13:33 
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“A’pá lindo no escuchó”


Fue una larga jornada que terminó en tragedia. De nada sirvieron la fe y la devoción de éstos hombres, mujeres y niños. A las 11 de la mañana de aquel jueves dos de mayo, un cilindro de gas preparado como bomba que las Farc lanzaron contra el pueblo sin medir las consecuencias, impactó en el corazón del sagrado recinto.

La improvisada carga se elevó por los aires, dibujó una trayectoria parabólica en el cielo y entró por el techado de la capilla, cayendo encima del altar. Al contacto con la loza de concreto, el cilindro reventó y con éste las ilusiones de todo el pueblo. La muerte se llevó a 119 civiles, entre ellos unos 60 pequeños.

“Más de 50 personas se encontraban tomadas de la mano cuando una especie de silbido llamó la atención de la concurrencia –relata Dionisio Valencia, un niche de cuerpo macizo y dientes que parecen perlas–. Todo sucedió muy rápido. Yo miraba a la gente rezar. En un segundo estaban ahí, y en el otro ya no”.

Otro testigo de la tragedia dice haber visto a muchos “volar por el techo”. Él tuvo suerte porque perdió el conocimiento que sólo recuperó horas después. Sólo escuchaba gemidos y el silencio de la muerte. “Me vi todo lleno de sangre –repite sin dar su nombre–. La iglesia estaba llena de muertos”.

El estruendo de la explosión y los gritos de terror se confundieron con el llanto de las madres al ver a sus hijos muertos. Los cristales volaron, las tejas cayeron convertidas en afilados cuchillos y la madera de una de las 12 bancas salió disparada en mil astillas. “Cuando estábamos en la iglesia pensamos que nos íbamos a salvar, que todo iba a pasar, pero ahora no tenemos nada. Ni familia, ni pueblo, ni nada”, dice Lucrecia Barreiro, quien perdió a sus dos hijos y a su esposo durante el ataque.
Los cuerpos quedaron apilados y muchos de ellos irreconocibles. Había partes de seres humanos regadas por todos lados: pies, brazos, vísceras... Las mamás recogían los cuerpecitos destrozados de sus criaturas. Ellas extendieron sus brazos hacia el cielo como implorando una explicación al dueño de la vida y a su representante en la tierra.

– ¿Por qué nos sucedió esto padre? ¿Por qué a’pá lindo nos abandonó?– repetían sin cansancio–.

– ¡Calma hijos míos... resignación y mucha fe! Éstas fueron las únicas palabras que atinó a pronunciar el padre Antonio mientras auxiliaba a sus feligreses.

No sólo los que se encontraban alrededor del altar vivieron la tragedia en carne propia. “Estábamos en la cocina de la Casa Cural, arreglando el almuerzo para la gente, cuando escuchamos un estallido violento que nos hizo saltar del piso”, relata el padre Janeiro. “Salí a mirar qué pasaba y me encontré con una escena aterradora: cadáveres apilados, heridos que gritaban y pedían auxilio, niños y jóvenes mutilados, y algunas otras personas que no podían caminar”.

El Sacerdote sólo pensó en socorrer a los heridos y en sacarlos del lugar. “Les dije a todos que saliéramos por la parte de atrás de la casa hacia la montaña: una loma empinada a la que llaman Alto de Bojayá. Creí que era el lugar más seguro hacia donde podíamos ir. Sin embargo, en la huida, observé que varias personas salían de los escombros de la iglesia y me devolví a socorrerlas. Traté de alzar a una señora herida, pero no pude y tuve que pedir ayuda a otros y continuar la marcha”.

“A los pocos minutos de comenzar a ascender por la colina –continúa el Sacerdote–, levanté la vista y me encontré completamente solo. Todos los que podían correr lo habían hecho. Por el camino habían quedado los que no, los que estaban heridos. Entonces me interné en la selva. El suelo estaba lleno de fango debido al fuerte invierno. Allí permanecí tres días. Lo único que pude consumir fue agua, pues los árboles de esta región carecen de frutos”.

El clérigo se mantuvo oculto porque seguía escuchando ráfagas. La segunda noche le pareció escuchar el motor de un avión que merodeaba la zona. El domingo, tras varias horas sin disparos, decidió regresar al pueblo, donde tuvo que enfrentar el drama de los heridos y los sobrevivientes que se paseaban como fantasmas.

El bombazo inundó de polvo el lugar. Los estertores de la muerte también hicieron lo suyo. Había muchos heridos: unos leves, otros graves y aquellos que tenían pegada una lápida en la espalda. Los que podían se levantaron como zombis de entre los escombros, aturdidos por la onda explosiva.

Es el caso de Omaira, de 19 años y un cuerpo que parece haber sido esculpido a partir de una pieza del mejor ébano. “No sabía si estaba muerta. No sentía nada, sólo un silencio profundo”, dice mientras su mirada se pierde en la distancia del campamento de desplazados en el que habita en Quibdo después de ese día.
En realidad, la joven quedó medio sorda por la explosión. Sin saber cómo, se puso de pie, llegó hasta la puerta del templo, miró el camino de dos metros de ancho construido en material y avanzó con lentitud hacia el otro extremo con la idea de alcanzar la orilla del río Atrato. No había dado más de 10 pasos cuando le pareció escuchar que alguien la llamaba... entonces pensó que su imaginación le jugaba una mala pasada.

– Mija, ¡ayúdeme!

El sonido familiar de aquella voz la sacó del trance en el que se encontraba. Se detuvo, volteó la cabeza y vio a mujer cubierta de polvo y que trataba infructuosamente de levantarse de en medio de las ruinas. Era su mamá que también había sobrevivido a aquella desgracia e imploraba auxilio. Omaira caminó hacia su progenitora, la sujetó con fuerza de las manos y de un solo jalón logró ponerla en pie para luego huir en medio de los muertos mutilados.

Las dos mujeres tomaron el único rumbo posible: en dirección a la placa de cemento que hace las veces de puerto. Una romería de supervivientes las siguió. En el camino se encontraron con varios guerrilleros de las Farc que en ese momento estaban tomando posesión de las orillas del río y que intentaron cortarles el paso. Pedro Antonio, un adolescente de 14 años, recuerda cómo él y otros escaparon del lugar: “Lo único que yo quería era respirar –relata–. Cruzamos los 2.800 metros de distancia que separan a Vigía del Fuerte de Bojayá, vadeando en una canoa sobre el mediodía de ese jueves 2 de mayo. Usábamos las manos como remos, agachados para esquivar las balas... algunas caían cerca como si estuvieran lanzando piedritas al agua”.

Miles se abalanzaron sobre las pangas y en medio del fuego cruzado iniciaron la travesía hacía Vigía. “Cuando llegó el Ejército a ayudarnos, nada ni nadie quedaba en el pueblo. En la embarcación que nos llevaba río abajo, el silencio era sepulcral... atrás quedaba el pueblo al que nunca volveremos”, evoca Antonia Caicedo Olarte.

Como ella, los demás sobrevivientes de Bojayá tienen la tristeza afincada en lo más profundo de sus corazones. La desesperanza es su única compañía, mientras tratan de olvidar el reguero de muerte que les dejaron las Farc y las autodefensas. “Ni siquiera el hijo de Diosito lindo se salvó... su imagen quedó tendida en el piso... hecha trizas, menos del tronco hacia arriba: la cabeza, el rostro y aquellos ojos entrecerrados e inexpresivos que dibujaban una inmensa tristeza... parecía como si él hubiera, al igual que nosotros, perdido la fe...”

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NotaPublicado: 15 Abr 2009 13:37 
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Murieron los Palacios

- Alo. ¿Quién habla?
- ¡El diputado Palacios!

Esas fueron las únicas palabras que el diputado por el departamento del Chocó Joaquín Palacios logró articular como respuesta obvia. Quizás creyó impresionar a su interlocutor sacando a relucir su investidura, pero no fue así.

- ¿Qué quiere? –dijo la voz grave–.

Únicamente a partir de esos segundos supo que al otro lado de la línea se hallaba un forastero. La voz del misterioso hombre le resultaba poco familiar, como quiera que su infancia y adolescencia las vivió en la pequeña aldea ribereña de Bojayá.
Esa férrea convicción –fincada además en el hecho de preciarse de conocer prácticamente a todos en el pueblo del que fue alcalde popular– obligó a Joaquín Palacios a ajustar su estrategia. En ese momento dejó escupir un tono terminante.

- ¿Qué está pasando? ¿Cómo está la gente?
- Esto aquí se puso bien malo –dijo el copartícipe anónimo de aquella inesperada plática–. Los guerrillos tiraron un cilindro que cayó adentro de la capilla. Los muertos suman más de 60...
- ¿Cómo dice? ¿De qué demonios habla? –le preguntó él–.
Las manecillas de su reloj marcaron las 11 y 30 de la mañana.
- Escuchó usted bien diputado. Los muertos en la capilla son muchos. Llame a la Cruz Roja para que baje a darles cristiana sepultura. ¡Eso sí, que vengan poquitos porque la situación está jodida!

Un silencio sepulcral se apoderó de la situación. Joaquín pensó de inmediato en su esposa que se encontraba pasando una corta temporada en Bojayá. Del mismo modo se preocupó por la suerte de su numerosa parentela, cuyos integrantes eran residentes en el barrio Pueblo Nuevo, a escasos metros de la capilla, en las mismas entrañas de la desgracia.
El diputado considera que la historia de su familia se confunde con la historia del Chocó. Hunde sus raíces en los albores del siglo XVII, cuando los conquistadores españoles trajeron sus galeras cargadas con los primeros esclavos negros, los cuales cazaban como animales de presa en las costas occidentales de África.

Él y su gente, son hijos de la raza de ébano, la misma que convirtió la inhóspita selva en hogar. Descienden de los esclavos rebeldes que buscaron refugio en el interior de los palenques, cuando huían del azote cruel del amo blanco que se enseñoreaba en las plantaciones de quina y en las minas de oro de la región Pacífico.
Joaquín es uno de los relatores autorizados para sacudir la memoria de esta profusa estirpe. Con orgullo recuerda a Emiliano, su abuelo paterno, un patriarca de otros tiempos que fundó un pueblo en el paraje de Pogüe, sobre la orilla izquierda del Atrato, a tres kilómetros de Bojayá. Llegó acompañando de su mujer y 16 hijos, en los tiempos en los que la manigua devoraba a cualquier hombre que se atreviese a internarse en ella.

Está convencido de que la violencia se ensañó contra su saga. Las viejas historias de familia cuentan que el abuelo llegó huyendo de la región del Baudó, en el Atrato Medio, acosado por amenazas de muerte y sin recursos para sostener a los suyos. Pogüe se convirtió entonces en la tierra prometida de Yahvé.
La familia de Palacios se multiplicó sobre la haz de estos dominios, al punto que hoy suman más de 500. La tierra fue generosa y les ofreció sus frutos. Aprendieron a convivir con el río, de cuyas entrañas se extraen peces como el bocachico, el gicharo, el barbudo, las doncellas y las sardinas.

En 1987, un tronco importante del clan decidió reubicarse en Bellavista, caserío que se alza adyacente a Bojayá. Un puente colgante –en el que la madera añeja se entrelaza con un sinfín de cuerdas roídas por el paso de los años– se erige como límite imaginario pero a la vez material entre una villa y la otra. El barrio Pueblo Nuevo fue el lugar escogido.
Estaba metido en sus pensamientos, y agarraba todavía la bocina del teléfono con su mano izquierda cuando una repentina explosión retumbó al otro lado del auricular. El estallido aceleró los latidos de su corazón desbocado.

- ¡Oiga, esté pendiente que en cualquier momento me vuelvo a comunicar con usted! –dijo–. Y colgó en seco.
Un par de cosas se clarificaron en su mente después de la fugaz conferencia telefónica. Primero, que las víctimas eran de la población civil, razón de peso para no descartar la existencia de muertos o heridos entre los suyos. Y, segundo, que el misterioso hombre de voz grave era de las autodefensas. El término despectivo que éste usó para referirse a los guerrilleros de las Farc, acabó por delatarlo.

Una tercera idea rondó sus pensamientos: la invitación que le formuló aquel desconocido para que buscara ayuda ante la Cruz Roja. Una insinuación que en honor a la verdad es pan de cada día en este conflicto. Los organismos humanitarios suelen ser utilizados por los grupos extremistas para cubrir su retirada de las zonas de enfrentamiento armado.

Y pensando esto, salió presuroso de su residencia en uno de los barrios de Quibdó, la capital chocoana, con destino a la edificación adonde sesiona la Asamblea Departamental. Aquel día, sus colegas estuvieron reunidos desde las ocho de la mañana en este lugar, expectantes, como él, sin saber realmente qué había pasado aguas abajo del Atrato.
Durante el trayecto, el diputado Palacios fue presa de la impaciencia. Ni siquiera se percató de los conciudadanos que lo saludaron en las esquinas del puerto ribereño. Su figura es reconocida como quiera que él alcanzó un escaño en la duma departamental en las pasadas elecciones. Pero ese día el palo no estaba pa’ hacer cucharas como reza el refrán, y saludar a sus electores no fue importante, incluso a costa de perder algunos votos.

Mucha gente se cruzó esa mañana en su camino. Unos cuantos testigos dijeron que semejaba a un alma en pena, y otros que parecía como si lo estuviese correteando el mismísimo Luzbel. En fin, la prisa y un teléfono celular que literalmente tuvo pegado a su oreja derecha en el camino, fueron su única compañía. Fácilmente calcula que efectuó entre 20 y 30 llamadas en esos diez minutos pero no recuerda a quién.

Sumergido en esa eternidad en que se transmuta el tiempo cuando las dificultades afligen, se encontró súbitamente frente al vestíbulo de la sede asambleísta. Lo que en su momento comenzó como un mero rumor de pueblo se había transformado en presagio de tragedia nacional. Un nutrido grupo de periodistas merodeaba libreta en mano los alrededores: alguien había alborotado el avispero, sino cómo interpretar aquella singular desbanda –una escena poco común en la apacible Quibdó–.

- ¡Diputado... diputado! ¿Qué sabe usted de Bojayá? –preguntaron con insistencia los reporteros mientras acorralaban a su presa para sonsacarle palabra tras palabra con esa especie de tirabuzón que la tecnología denomina reproductoras de audio o grabadoras–.
Su voz fue una de las primeras que escuchó Colombia mientras los ecos de la tragedia llegaban hechos trizas, bogando en un río de especulaciones que para nada favoreció a las víctimas. El pueblo que lo vio venir a este mundo, estaba en peligro. Entonces no tuvo dudas. Era su obligación moral sacarlo de la cárcel de terror en la que lo recluyeron las Farc y las autodefensas...
Su mirada buscó los ojos expectantes de los miembros de la prensa y éstos entendieron de inmediato, por la expresión de esa mirada, que estaban ante un hombre afligido por una gran pena. El silencio fue el amo del momento, hasta que Joaquín Palacios –el hombre mas no el político– dijo:

- No sé cómo se encuentra mi esposa, ni que pasó con mi familia. Yo temo lo peor. Las Farc lanzaron un cilindro contra la iglesia. Ese es un acto hostil que no tiene perdón. En el lugar había niños, ancianos y mujeres, gente que acudió allí para protegerse y orar.

Las declaraciones del diputado cayeron entre el grupo de periodistas como un baldado de agua fría. Si bien nunca quiso ser ave de mal agüero, salirle a la prensa fue quizá el camino más despejado que encontró para captar la atención de un país que “mira con desdén” a su amado Chocó.

Las lides de la política le habían enseñado ya el enorme poder de los medios de comunicación en la tierra del realismo mágico de García Márquez. Por eso supuso que sus palabras cabalgarían presurosas sobre las ondas hertzianas y arribarían en cuestión de segundos a los centros de poder en Bogotá, como en efecto ocurrió.
Luego de su anuncio, el diputado se internó en el edificio que le abría sus puertas y se insinuaba como anhelado refugio ante el acoso desbordado de la prensa. En esos instantes sintió que sus fuerzas lo abandonaron y un inesperado rosario de presagios hizo las veces de chambelán de sus preocupaciones.

Si bien los rumores de los enfrentamientos entre las Farc y las autodefensas causaron cierto grado de alarma en Quibdó durante la mañana de ese jueves 2 de mayo, nadie llegó siquiera a imaginar la verdadera dimensión de la desdicha que se vivió aquel día en el interior de la capilla de Bojayá.

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Hasta que Joaquín se comunicó con la población –luego de no menos de 15 o 16 infructuosas llamadas telefónicas– se conocieron las primeras noticias de los estragos que dejó el cilindro de gas que las Farc catapultaron contra el templo. Se habló a la sazón de numerosos muertos y heridos. Pese a ello, los nombres de los inocentes permanecieron en el más absoluto anonimato, sepultados bajo los escombros del lugar.

Hacia las 3 y 30 de la tarde salió de la Asamblea con dirección a la Defensa Civil. En este lugar pidió prestado la vieja radio Motorola que está en la sala de comunicaciones. Intentó tomar contacto con la finca en Bojayá que les heredó su padre al morir y que está bajo los cuidados de Pablo, uno de sus hermanos. Estática fue lo único que pudo escuchar en los parlantes del aparato con rasgos de vitrola.

La noche trascurrió como una eternidad antes de que lograse confirmar sus presentimientos. Apenas despuntó el alba del nuevo día, Joaquín retornó a la edificación donde funciona el cuerpo de voluntarios civiles. Una taza de tinto que le brindaron en este lugar, fue su desayuno. Eran las 6 y 30 de la mañana. El radio-operador de turno encendió la radio que demoró alrededor de un minuto en estar lista. Palacios aprovechó esta oportunidad para preguntarle si había obtenido comunicación efectiva con el municipio ribereño o algunas de las veredas que lo circundan. “Fue imposible”, dijo. “El equipo sólo recepcionó interferencia”.
Tal y como quedó consignado en la bitácora, cada hora, durante la noche y buena parte de la madrugada, se realizaron intentos de comunicación infructuosos. La suerte no cambió en esa mañana. El diputado Palacios, sin embargo, no quiso moverse de la Defensa Civil y permaneció atento en la sala de comunicaciones. Por momentos se paraba para caminar de un lado al otro de la estrecha estancia, volviendo a tomar asiento cuando los parlantes del receptor Motorola dejaban escapar algún eco.
A eso de las dos de la tarde, Joaquín, que segundos antes se había sentado por enésima vez en una de las tres butacas de cedro del lugar, dio un salto de sorpresa cuando escuchó la esperada señal.

- El Edén, aquí Defensa Civil de Quibdó... ¡contesten, por favor!
- Erre. Siga Defensa Civil. Su señal se escucha con interferencia...
El radio-operador giró la perilla de frecuencias, y la graduó rápidamente. Luego le pasó el microteléfono al diputado, quien prácticamente se lo rapó de entre las manos.
- Erre. Habla Joaquín: ¿quién responde?
- Es Pablo, viejo. No te imaginas lo que vivimos aquí. Esto es un verdadero infierno. Sigue...
- ¿Cómo están todos? ¿Cómo está Ana? ¿Qué pasó? –preguntó Joaquín en tono nervioso a su hermano–.
- Erre. Tu esposa está malherida. Anoche la internamos en el hospital de Vigía. No hay noticias de Benjamín ni de Emiliano, y tampoco de la prima Brígida. Parece ser que a ellos y sus familias los agarró la bomba adentro de la iglesia...
La conversación entre la pareja de hermanos se prolongó un par de minutos más. Fue restablecida en cinco oportunidades esa tarde, y en tres durante la noche. Luego de cada nuevo llamado, Joaquín fue reconstruyendo los hechos como quien tiene en sus manos las piezas de un gran rompecabezas. Así se enteró de que Benjamín (el mayor de los hermanos Palacios) murió junto con la esposa, sus nueve hijos y 10 nietos.

En total, la tragedia cobró la vida de 42 parientes del diputado Palacios, entre hermanos, sobrinos, primos y cuñados. Lo más triste, sin embargo, fue que ni siquiera pudo asistir al sepelio colectivo que él mismo ordenó se llevara a cabo en la finca de su padre. Esta fue una de las decisiones más difíciles de su vida, y la cual tuvo que tomar por radio.
- Pablo, busque un lugar en la montaña de la finca y entierre a todos nuestros muertos ahí –dijo–. Quiero que sea en la finca de nuestro padre para que ninguno de nosotros jamás pueda olvidar esta desgracia. ¡Entendido! Siga...

- Erre. Así se hará...

Dicen por ahí que todo tiempo pasado fue mejor. Y debe ser cierto, a juzgar por el dejo melancólico que acompaña la voz de Joaquín Palacios, en especial cuando extravía su mirada en el horizonte y da rienda suelta a sus recuerdos. Mil y una imágenes llegan en tropel a su cabeza para estrellarse una contra la otra, recreando los instantes de sus mejores años, los de la infancia, allá en Bojayá, en las orillas del serpeante Atrato.

“Cuando el reloj marcaba la 5 y 30 de la tarde era un espectáculo divisar cinco o seis pangas de las más grandes surcar el río desde el puerto de Turbo”, dijo a sus amigos tres días después de la masacre. “En esos trozos de madera, inertes en apariencia, se movía la economía del departamento. De Cartagena venían lanchas comprando madera y plátano. Ahora parecemos muertos”.
En verdad que eran otros tiempos. En la comarca no existían rastros ni de las Farc ni de las autodefensas. Nadie oía hablar de reclutamiento forzado de menores, de asesinatos selectivos o de masacres. Las plantas nativas como la malava, la siempreviva, la arrebatadora y la venturosa –que impregnan el trópico con sus aromas– tampoco cedían su vitalidad para abrirle paso a los cultivos de coca o de marihuana.

Junto con sus hermanos y primos, pasó sus primeros años en Bojayá, entre los corregimientos de Pogüe, La Loma y Bellavista. Los bosques tropicales de abarco, nuanamo y cohíba, fueron cómplices obligados de cándidos juegos infantiles en los que esconderse los unos de los otros era motivo de risotadas. Los demás hijos de natura completaban un paisaje difícil de imaginar para quien no tuvo la fortuna de compartir esas vivencias.

Nada ni nadie logró separar a los miembros de la familia Palacios en aquellos primeros años de la vida de Joaquín. Pero las Moiras –aquellos místicos personajes que según los griegos tejen el destino de los mortales– depararon una ruptura transitoria en esta relación filial. Él ingresó a cursar cuarto año de bachillerato en el colegio Agrícola de Tadó, aguas arriba de su natal Bojayá. Después afrontó un inesperado viaje de trabajo rumbo a Venezuela.

Se asegura a veces que la distancia es el olvido, pero esto no ocurre cuando en una relación median fuertes lazos de sangre. Joaquín se reunió con los suyos de vuelta en el país. Juró entonces no volverse a separar de ellos. ¡Y lo cumplió! Si bien no pudo estar físicamente en Bojayá el día que explotó el cilindro de gas que las Farc acondicionaron como bomba, su mente y su corazón sí lo hicieron.

“Éramos muy unidos. Hasta ese día, 12 de mis hermanos estaban vivos –dijo, como queriendo encontrar una explicación satisfactoria entre sus propias palabras–. Hoy no sé cuántos Palacios quedan”.

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Ángeles de la guarda

Saravena debería figurar en la última edición del libro de récord Guinness. En esta población de Colombia no se batió ninguna marca mundial, ni sus habitantes realizaron una proeza que merezca ser emulada. Sus calles tampoco fueron escenario de una competición excéntrica, absurda, original o curiosa. ¡No! Las razones de su posible postulación son otras.

Contra todo augurio, el edificio que sirve de cuartel a la policía se mantiene intacto si bien ha sido blanco de no menos de 57 ataques terroristas con cilindros de gas acondicionados como bombas en los últimos 10 meses. Lo más asombroso, sin embargo, es que ninguno de los efectivos acantonados allí ha recibido un solo rasguño durante los asaltos. La historia es para no creer.
Mi viaje para conocer este enigma de la guerra empezó una mañana de octubre. Tomé un taxi a una cuadra de mi apartamento en el barrio Castilla, donde vivo desde hace cinco años, y le pedí al conductor que me llevara al aeropuerto Eldorado. Eran las seis de la mañana. Llovía a cantaros, como suele llover en Bogotá en esta época del año, y el tránsito era más denso que de costumbre en las calles capitalinas. En el vestíbulo del puerto aéreo, en cambio, se respiraba un ambiente más agradable.

Temeroso de perder el vuelo me ubiqué de inmediato frente al cubículo de Satena, tomando mi lugar en la fila de registro. De reojo observé a mis compañeros de viaje, como quien busca a un conocido en una gran fiesta donde no distingue al resto de los invitados. Ninguno de los rostros me resultó familiar. Empezaba a aburrirme cuando la bella dependiente de la aerolínea, sin despegar la vista de la pantalla de la computadora, me preguntó qué lugar en el asiento prefería: ventana o pasillo.

- Me da igual –le dije sin más comentarios–.

La mujer sonrió, como sólo lo saben hacer los empleados aplicados que han tomado uno de esos cursos modernos de estrategia de ventas y mercadeo, y que son capaces de recitar de memoria el manual de imagen de la compañía.

- Por favor, escoja la ubicación en el avión –me dijo–: adelante o atrás.
- En la parte trasera.

Marcó en la tarjeta de embarque el número de la silla y me la entregó con el resto de mis papeles, no sin antes advertirme, con tono de profesora de escuela de pueblo, que debía ubicarme de inmediato en la sala de espera número uno del muelle nacional. Un café caliente, servido en un vaso desechable, me acompañó en la espera. Pude notar que había dejado de llover a través de las vidrieras panorámicas.

El vuelo a Arauca, previsto para las siete de la mañana, salió con escasos 20 minutos de retrasó. Un verdadero récord en un aeropuerto como Eldorado. La azafata me condujo muy gentilmente a mi puesto. Confieso que prefiero viajar atrás, por un agüero que no tiene ningún asidero. En la silla del lado, junto a la ventanilla, un hombre obeso estaba tomando posesión de su espacio, mientras trataba de equilibrar tres paquetes que llevaba en la mano, uno de los cuales contenía rosquillas de una reconocida marca.
Fue un viaje corto y placentero, mas hubiese preferido compartir esa hora y media de vuelo con la joven que se sentó una poltrona delante de la mía. Era bella, esbelta, piel dorada como el trigo, cabello castaño y largo, y ojos que parecían esmeraldas extraídas de las mejores betas de Muzo. De seguro no me hubiese atrevido a preguntarle de dónde era, por eso pensé en ella como una mujer que vino al mundo en aquellas lejanas tierras a las que pronto arribaría.

Era mi primer viaje al departamento que comparte límites con Venezuela. Las expectativas eran muchas, por supuesto. Aproveché el tiempo de vuelo para planear el trabajo e imaginar cómo sería mi visita de un día a Saravena. La voz delicada de una de las aeromozas, que salía de los parlantes dispuestos a lo largo del pasillo del avión, me sustrajo de mis pensamientos, al mismo tiempo que se encendió la orden de abrocharse el cinturón de seguridad.

El aterrizaje transcurrió sin sobresaltos. Uno de los sobrecargos abrió la puerta presurizada de la aeronave, permitiendo con su procedimiento que una bocanada de aire caliente se colara en el interior. Atrás había quedado el frío de Bogotá que porfiado se mantuvo durante el viaje, tal vez animado por el aire acondicionado del transporte aéreo. El aeropuerto de Arauca, capital del departamento que lleva su mismo nombre, me pareció muy similar en su arquitectura a otros terminales aéreos de Colombia donde he estado. Una pista relativamente corta, de 1.000 a 1.500 metros de largo, en uno de cuyos costados se levanta la torre de control y, contigua a ésta, un edificio en concreto de una planta donde funcionan dos o tres oficinas y una cafetería que fácilmente exhibe ostentosa un letrero que dice restaurante.

No llevaba ni medio minuto en las afueras del pequeño terminal, cuando media docena de taxistas me ofrecieron sus servicios con tal vehemencia que aquello parecía una subasta pública. Mencioné en voz alta mi propósito de viajar a Saravena, y sólo dos de ellos se mostraron dispuestos a emprender conmigo la travesía. El taxista que elegí era joven –25 años a lo sumo–, tenía marcado acento paisa y era entrador como la gente de su tierra y excelente conversador. En el camino me puso al tanto de las noticias de la región: me habló del Eln y de cómo lo está relegando territorialmente las Farc, del último ataque terrorista de las milicias en Saravena y de la designación del nuevo gobernador, entre otros temas. La pequeña grabadora de audio que llevaba en el bolsillo derecho de la camisa seguramente lo llevó a concluir que yo era periodista.

El recorrido entre Arauca y Saravena transcurrió sin contratiempos, salvo por tres retenes del Ejército en los que tuvimos que descender del taxi decrépito con rezagos de carroza fúnebre. Los soldados nos permitieron continuar el camino luego de revisar meticulosamente el motor y la cajuela del auto, y por su puesto nuestros documentos de identidad. Ni asomo de guerrilla sobre la vía. Pregunté por qué, aprovechando la generosidad verbal del chofer.

- Aquí el problema son los milicianos –dijo con la seguridad propia de un politólogo–.

Horas más tarde comprendería lo que el hombre quiso significar con sus palabras.

Llegamos a Saravena un poco antes del medio día. Las corrientes de aire caliente que a esa hora revoloteaban en el ambiente, se filtraban por entre las ventanillas del taxi. Estaba luchando vanamente contra el sofoco –para lo cual abanicaba una sección del periódico El Tiempo que llevaba doblada en una de las manos– cuando el conductor me distrajo de aquella batalla personal para indagar acerca de nuestro destino.

La policía –contesté–. El chofer sonrió maliciosamente.

Este municipio de frontera nació como los demás pueblos en Colombia. Sus fundadores siguieron al pie de la letra el molde urbanístico heredado después de tres siglos de colonización española. Una plaza o parque central en cuyos contornos se erigen los despachos públicos y la iglesia, y alrededor del cual crece y se desarrolla el resto de la urbe. En los suburbios la vida transcurría normalmente. Gentes de toda ley desbordaban sus calles, en un ir y venir que no acababa, con tal fuerza que un recién llegado se negaría a creer que en este lugar impera el miedo y la zozobra. El panorama, sin embargo, fue cambiando a medida que nos acercábamos al parque principal.

A cuadra y media de mi destino presencié un espectáculo sobrecogedor. El centro del pueblo parecía más bien la vieja fotografía de una villa o de una ciudad europea, horas después de ser bombardeada durante una de las batallas aéreas de la Segunda Guerra Mundial. Esta no era la Saravena que había visto unas calles atrás sino la imagen misma de un pueblo fantasma.

El taxi decrépito avanzaba dando tumbos por la calle desierta. En eso, emergió frente a mis ojos, a menos de 300 metros, el cuartel de la policía. Una mole de dos plantas, fraguada en concreto, paredes blancas y desvencijadas, trincheras en sus cuatro costados y en el frente, y rodeada además de ruinas que en otros tiempos cumplieron la función de oficinas, negocios o viviendas. Una ligera llovizna se insinuó.

En el costado izquierdo pude reparar la sede que compartieron la Alcaldía y el Consejo Municipal. En esta construcción de dos plantas, fachada en ladrillo prensado y cráteres en las paredes y en los techos de eternit, sólo habitan fantasmas de otros tiempos. El edificio, en realidad, es inmenso y sombrío. El puesto de salud, situado en el flanco derecho del puesto policial, también se encuentra abandonado a su suerte. Mientras pasaba frente a esta edificación observé el agua de lluvia que se filtraba entre los cientos de grietas que han dejado los atentados. El taxi siguió dando tumbos a lo largo de la calle solitaria.
Mi transporte se detuvo en una de las laterales de la estación. El sonido metálico de los frenos llamó la atención del policía que ocupaba la trinchera ubicada frente a la ventanilla izquierda del auto; al instante adoptó una postura defensiva. Otros tres uniformados salieron del frente de la edificación y se acercaron rápida y cautelosamente al vetusto vehículo, empuñando sus fusiles Galil en actitud sugerente.

- Buenos días –dijo uno de los agentes con su sonrisa postiza y nerviosa–. ¿Qué se les ofrece?

Luego de mostrar mis credenciales, recitar dos o tres veces el motivo de mi visita y cancelar al chofer la tarifa acordada dos horas atrás, otro policía me condujo al interior y me pidió que esperara al mayor Joaquín Enrique Aldana, comandante de aquel fortín. Decidí aprovechar la espera para auscultar el lugar y tomar algunas notas bajo la mirada inquisidora de la guardia de turno.
En mi examen fue imposible dejar de contemplar al centenar de policías que a esa hora (la del almuerzo) llegaban en tropel de cualquier parte y como autómatas se dirigían en desordenada fila india a la estancia que hace las veces de comedero. Eran demasiado jóvenes –25 años a juzgar por sus rostros de seminaristas–, y estaban enfundados en sus uniformes verde oliva y llevaban casco de guerra en la cabeza, chaleco antibalas y fusiles a los que se aferraban como náufragos.

Estaba ahí, incrédulo como el apóstol Tomás, viendo el milagro y aún albergando serias dudas sobre su autenticidad, cuando frente a mí apareció el mayor Aldana, un oficial de 1,72 metros de estatura, bogotano a juzgar por su acento, contextura gruesa, cejas anchas y pobladas y cabello del color de la ceniza. Antes de la segunda taza de café en el interior de su oficina, me atreví a hacerle la pregunta que me carcomía por dentro.

- ¿Cómo explica que ni uno solo de los cilindros haya afectado a la estación?
- Mire usted –me contestó–, los policías de Saravena creemos que las animas benditas de cinco compañeros muertos en un atentado de la guerrilla, están con nosotros y nos protegen. Dios nos los dejó acá y de eso no hay duda.

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Última edición por MOONPLAYER el 15 Abr 2009 13:48, editado 1 vez en total

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En marzo de 1997, el Eln activó un carro bomba cerca de la estación. En el atentado murieron cinco policías: el teniente Milton Javier de los Ríos Melo, el cabo José Manuel Salazar Alzate, el patrullero José Alfredo Corredor Pico y los intendentes José Luis Cortés y Armando Bonilla Bonilla. Los testigos afirmaron en su momento que sus partes quedaron esparcidas entre los escombros.
El nuevo puesto se construyó sobre las ruinas del anterior. Una placa conmemorativa con los nombres de los cinco policías que murieron ese día en cumplimiento de su deber, fue colocada justo a la entrada, en el zócalo que soporta las banderas. Poco después se registró otro ataque terrorista sin consecuencias para los uniformados, y a partir de ese momento se comenzó a tejer la leyenda.
Si bien la certidumbre del mayor Aldana era sobrecogedora, quise saciar mi curiosidad lejos de toda duda, y a la sazón le pregunté por qué estaba tan seguro.

- Usted es testigo de cómo los cilindros han acabado las construcciones del frente y de los lados, pero no nuestras instalaciones. La mejor manifestación de que su presencia es real, la dan los hechos.
El oficial accedió a permitirme dialogar con sus hombres y me autorizó a pasar el resto del día en el lugar. Entonces me encontré a un agente que ocupaba una de las seis trincheras que cercan el edificio, y le formulé la pregunta obligada. “Doy gracias a los compañeros que en 1997 murieron en el interior de la estación”, dijo. “Ellos nos protegen y mucho. Yo les pido que nos ayuden y por eso ningún cilindro nos ha impactado”.

Era joven, tenía la voz quebrada, estaba excitable y no quiso decir su nombre. Mientras charlábamos, noté que se aferraba tenso a su fusil. Me explicó que los milicianos de las Farc y del Eln se camuflan frecuentemente entre las ruinas circundantes, desde donde los hostigan con tiros de fusil. Esta es una de las razones por las cuales la estación esté rodeada de trincheras. Incluso, cuando tienen necesidad de ir al baño a hacer del cuerpo, ellos se hacen acompañar de otro uniformado, quien debe escudriñar los alrededores en busca de francotiradores.

Entre sacos de arena, apilados y pintados color verde oliva, alcancé a observar que las calles contiguas a la estación estaban vacías. Nadie transitaba por ellas. También estaban vacías las casas y los locales comerciales de los contornos del puesto policial y del parque central, donde años antes debió advertirse mucha vida.

La cosa tiene lógica. Los habitantes de Saravena son los únicos que pagan los platos rotos de las milicias cada vez que éstas deciden atacar la estación. La última agresión se registró el pasado 13 de septiembre, dos días después de que el mundo recordara el primer aniversario de la tragedia de las torres gemelas de Nueva York. El resultado fue cuatro muertos y 35 heridos, y daños en cuatro establecimientos de comercio. La policía, como se ha vuelto costumbre, salió ilesa.

Minutos después le busqué plática a José Castellanos. Estaba haciendo tiempo, a la espera de iniciar una ronda por el pueblo, recostado sobre una colchoneta que había tendido sobre la placa de concreto de uno de los aposentos. Este patrullero de 22 años, tez morena, cabello oscuro y ojos expresivos, se mostró más suelto y natural en sus respuestas.

- Hubo un atentado en el que perecieron de cuatro a seis policías. Los espíritus de estos compañeros fallecidos nos protegen cuando somos rampleados. Esta es la razón por la que los cilindros jamás caen aquí sino en los alrededores.

Durante nuestra charla, noté que sus ojos se iluminaban cada vez que hacía referencia a su mujer y a su pequeño hijo de tres meses de edad, cuyas imágenes mantiene aprisionadas en un portarretrato que tiene colocado sobre una mesa de noche de madera color café. En el contorno imperaba el desorden, menos sobre el viejo mueble que más bien se me asemejó a un altar.

- Los civiles también comentan que los fantasmas de estos policías nos cuidan –agregó con vehemencia–. Ellos están aquí, respaldándonos en cada ataque.

Un uniformado de apellido Ruiz, que en ese momento escuchaba la conversación, asintió con su cabeza y dio crédito a la versión del patrullero Castellanos.

- La gente dice que una fuerza sobrenatural nos protege y atribuyen este milagro a las alas protectoras de nuestros compañeros caídos.

Quise corroborar el testimonio de la pareja de policías. Entonces decidí buscar respuestas en la calle. Al cabo de muchas tentativas inútiles decidí regresar a la estación, pero la suerte me condujo a donde Jackson Ferney Londoño, un paisa alto y de contextura gruesa, que con su particular acento accedió a satisfacer mi curiosidad. Él, como muchos, mantiene viva la leyenda.

- ¡Eh, ave María! Este año, la policía no ha sentido las secuelas de los ataques. No se puede decir lo mismo de las propiedades circundantes, que en su mayoría están en el piso. Fueron abandonadas por sus propietarios, los cuales prefirieron irse antes que morir atrapados entre escombros.

Hacia las cuatro y media de la tarde me dirigí rumbo al edificio sede de la policía. En este sitio abordé al patrullero Pedro Cruz Nieto. Le pregunté si él había sido testigo de evidencias físicas que permitieran corroborar el relato de sus colegas, o de manifestaciones paranormales sobre la presencia de los agentes caídos en el lugar: apariciones, objetos que se mueven solos y cosas así. Su respuesta fue sutil.

- La presencia de los compañeros muertos se nota porque los cilindros que lanzan contra nosotros caen en sitios diferentes a la estación o detonan en el aire antes de impactar en el techo o en las paredes. Por eso tenemos la certeza de recibir ayuda del más allá... su energía se siente entre nosotros.

Cuando terminé de entrevistar a la mayoría de agentes eran más de las seis. El tiempo se me escapó entre entrevistas, comentarios, pláticas casuales y cambio de pilas y casetes. Debo admitir que tomé conciencia de la hora cuando difícilmente logré distinguir las siluetas de los efectivos policíacos. Ni siquiera me di cuenta que una noche malva, con dos o tres estrellas, fue depositando su negro velo sobre las llanuras del Sarare.

La penumbra trae sus peligros y la agitación en el recinto policíaco. El mayor Aldana me explicó que no hay mejor momento para esperar un ataque de las milicias que la noche. La falta de fluido eléctrico torna más crítica la situación. Por eso, en la estación se extreman las medidas de seguridad y los agentes nombrados en el turno de guardia corren de un lado a otro, duplicando el número de efectivos en las trincheras.

Yo fui uno de los damnificados de las medidas extremas. El mayor Aldana me recordó nuestro convenio y muy amablemente me invitó a abandonar las instalaciones. Empecé a caminar en medio del parque central.

Alcancé a ver de soslayo que uno de los agentes encendía un par de veladoras y las depositaba en el piso de cemento, junto a la placa conmemorativa que está incrustada en el zócalo de las banderas, transformando este lugar de profano a santo. Escuché que encomendó su suerte a Dios, al santo de sus devociones y, por su puesto, a las almas de sus compañeros caídos.

Entonces no tuve ya ninguna duda, si algún día la tuve, de que cinco ángeles de la guarda, que visten uniforme de fatiga de la policía, no desamparan ni de noche ni de día a la estación de Saravena.

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¿Ejército del pueblo?

Los 21 muertos en los ataques con los que las Farc recibieron a Uribe, no son las primeras víctimas humildes de una guerrilla que se autodenomina “Ejército del Pueblo”, pero que casi siempre asesina a los más pobres.

Un periodista de la Casa de Nariño y dos guardaespaldas del cuerpo de seguridad del presidente Andrés Pastrana que acababan de salir del Ministerio de Hacienda, se dirigían a pie hacia el palacio presidencial cuando vieron cómo un proyectil explotaba contra la parte alta de la fachada posterior de la sede de Gobierno. Eran las tres de la tarde. El ruido fue aterrador. El comunicador y los escoltas presenciaron cuando los fragmentos del muro cayeron sobre miembros de la Policía que hacían guardia frente al parqueadero.

En medio de la confusión y ante la posibilidad de un nuevo ataque, el periodista y los escoltas corrieron a refugiarse en el garaje del Ministerio. Minutos después, una nueva explosión hizo retumbar la zona. Otra granada de mortero cayó en el edificio republicano del costado oriental de palacio, donde funcionan, entre otras, las dependencias administrativas de la Presidencia de la República, la Red de Solidaridad Social y algunas consejerías. El impacto en la edificación que se encontraba vacía sólo produjo daños menores.

A pocos metros, en el salón elíptico del Capitolio, con el Congreso reunido en pleno, Álvaro Uribe se preparaba para prestar juramento como nuevo presidente de Colombia. Y en la Casa de Nariño, Andrés Pastrana, en compañía de algunos ministros de su gabinete, almorzaba por última vez en la que había sido su casa durante los últimos cuatro años y seguía por televisión la transmisión del mando. El estruendo los sorprendió, pero mientras algunos dieron evidentes muestras de terror, el Presidente mantuvo la calma. De inmediato ordenó a su familia permanecer en el tercer piso, que es blindado, y luego bajó a su oficina en la segunda planta para enterarse del alcance del atentado terrorista. Allí estuvo durante 15 minutos con algunos asesores y recibió una corta visita del comandante del Ejército, general Jorge Enrique Mora, quien le dio los primeros detalles de lo que había ocurrido. Acto seguido, se dirigió a la oficina de la Secretaría General, a pocos metros de su despacho, y vio por televisión la parte final del discurso de su sucesor.

El nerviosismo y la tensión reinaban en palacio. Le sugirieron entonces al Presidente bajar al teatro de la Casa de Nariño, donde se habían refugiado cerca de 150 personas –periodistas, funcionarios y asesores–, ante la posibilidad de nuevos ataques. Pero Pastrana dijo que prefería permanecer en la Secretaría porque en su concepto lo peor había pasado.

Mientras tanto, a pocas cuadras de la casa presidencial, el pánico se había convertido en tragedia. En el barrio La Estanzuela y a cinco cuadras del mismo, en el sector conocido como El Cartucho, 17 personas habían muerto y 25 presentaban heridas como consecuencia de la explosión de tres rockets de cinco que la guerrilla había lanzado desde una casa en la carrera 26 con calle 4a del barrio El Vergel. Los artefactos estallaron a las 3:10 p. m. En el Capitolio, la ceremonia de posesión de Uribe transcurría con normalidad y los asistentes asociaron el sonido de las explosiones a salvas de cañón.

Dos minutos tardaron las autoridades, los paramédicos y la prensa en llegar a los lugares de los hechos. Las escenas eran dolorosas. En medio de los destrozos de un sector ya de por sí bastante deprimido y deteriorado, los habitantes lloraban y gritaban en medio del caos. De nuevo, los actos terroristas de las Farc cobraban sus víctimas entre los más pobres e indefensos.

La tragedia de los Urquijo

En la casa de la carrera 15 bis n.° 7-30 del barrio La Estanzuela, Camila y Yuly Urquijo, de seis y cinco años respectivamente, jugaban en un corredor. No se dieron cuenta de cómo la muerte bajó del cielo, se coló por una marquesina, explotó en el patio y les arrancó la vida. Segundos antes, la madre, con otra pequeña hija en los brazos, había ido a buscar refrescos. Cuando sintió la explosión corrió aterrorizada en busca de sus hijas, pero pronto se dio cuenta de que no había nada qué hacer. Las dos pequeñas estaban muertas, sus cuerpos completamente destrozados, sus risas silenciadas.

Yaneth Emilsen Urquijo, la joven madre de 23 años, no encuentra explicación alguna para su tragedia: “No entiendo cómo alguien pudo hacer esto. Mis hijas, que sólo eran personitas inocentes, quedaron totalmente destrozadas. Mi vida ha muerto, lo perdí todo. Sólo quiero vivir para cuidar a mi otra bebita. No me queda más”.

Yaneth, que trabaja en las calles del centro de Bogotá vendiendo chance, sólo sabe que la violencia no le da tregua. Enviudó hace un año cuando su esposo fue asesinado a cuchillo por dos desconocidos que lo confundieron con otro. Y el miércoles no sólo perdió a dos de sus hijas por cuenta de la demencia terrorista de las Farc, sino también a su cuñada y a una sobrina que compartían con ella la vivienda: Gloria Helena Jiménez de Urquijo, de 25 años, y Angélica Tatiana, de sólo uno. Estaban en el lavadero cuando ocurrió la explosión.

Gloria Helena soñaba con montar un restaurante con su marido, el soldado Reinaldo Urquijo. “Ese sueño me lo quitó la guerrilla. Hasta que no nos maten a todos no van a quedar contentos –dice Reinaldo–. Esto no se va a arreglar sino cuando todos, absolutamente todos en este país, tomemos conciencia del problema en que nos encontramos”.

Pobres e indefensos

En El Cartucho, una de las zonas más deprimidas de la capital, habitada por indigentes, drogadictos y vendedores de basuco, explotó otra de las granadas que lanzaron las Farc. Cayó en un lugar conocido como “Hotel Gancho Amarillo”, donde por $1.000 pesos diarios las personas sin hogar pueden encontrar refugio. Allí, en el momento de la explosión, se encontraban más de 40 personas. El rocket entró por el techo y explotó sobre los cuerpos tendidos de la gente. Al menos diez personas, muchas sin identificar, murieron en forma inmediata y 25 más quedaron gravemente heridas.

El Abuelo, un reciclador de 65 años que se había convertido en una verdadera institución en la zona, estaba entre los muertos. Llevaba 12 años viviendo allí, pero nadie conocía su verdadero nombre. Lo recuerdan por su habilidad con los dados, justamente lo que estaba jugando cuando lo sorprendió la muerte.

Junto al Abuelo, murió también Diego Alexander Márquez, un joven de 17 años perdido por el basuco y a quien su familia había intentado varias veces rescatar de la llamada calle del vicio. “Creí que la droga lo iba a matar pero lo mató la violencia. ¡Qué locura!”, declaro su padre...

Pero la tragedia no sólo mostró la cara en la calle 9a de El Cartucho. También asomó sus garras un día después en el Instituto de Medicina Legal, localizado en la misma zona, en donde permanecían cadáveres sin identificar. En medio de la angustia y del dolor madres y familiares intentaban reconocer a sus muertos.

Foto en mano, Jorge Muñoz logró que alguien le indicara dónde estaba el cuerpo de su hermana Clara Inés, Tamalito, de 28 años, que había muerto en la explosión. Tamalito a los 12 años abandonó su casa en Los Laches, al sureste de Bogotá, y durante los últimos 16 años había sobrevivido robando en los barrios ricos del norte de la ciudad. La muerte la sorprendió como a tantos otros, como a Jaime Alberto Marmolejo, de 16 años, que perdió la vida mientras fumaba basuco en la olla Gancho Amarillo. Su hermana Pilar se salvó porque salió a buscar “más vicio”, pero alcanzó a oír cuando Jaime Alberto le decía: “No me vaya a dejar sólo ni por el putas”. Ella y su madre, Yolanda, encontraron el jueves el cuerpo sin vida de Jaime Alberto en el frío recinto de Medicina Legal. Cinco personas más habían muerto a su lado en el siniestro “hotel” de El Cartucho como consecuencia del atentado terrorista de las Farc.La cantidad de muertos llego a 21. Muertos inocentes, muertos desposeídos, pobres muertos.

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"Somewhere a true believer is training to kill you. He is training with minimal food and water, in austere conditions, training day and night. The only thing clean on him is his weapon and he made his web gear. He doens´t worry about workout to do, his rug weight what it weighs, his run end when the enemy stops chasing him. This true believer is not concerned about "how hard it is", He knows either he wins or die, He doesn´t go home at 17:00, He is home, He knows only the Cause"


Última edición por MOONPLAYER el 16 Abr 2009 03:11, editado 3 veces en total

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NotaPublicado: 16 Abr 2009 03:06 
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El absurdo

A principios de la década del 60, las autodefensas campesinas de Tolima se transformaron en Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, Farc. Pasaron así de ser las defensoras de un puñado de campesinos despojados por la violencia de mediados de siglo en una región del país, a convertirse en el brazo armado del Partido Comunista, en desarrollo de la tesis sobre la necesidad de “combinar todas las formas de lucha” para alcanzar el poder. Desde entonces, en sus comunicados, panfletos y revistas, las Farc –que años después agregarían a su nombre la definición “Ejército del Pueblo” (EP)– han invocado en cientos de ocasiones su condición de vanguardia de las luchas populares.

Su discurso se ha centrado por años en sostener que son los defensores de las clases populares y que sus enemigos son la oligarquía, los monopolios y el imperialismo. Pocos días antes de la posesión de Uribe, en un documento de Anncol, su agencia de noticias, revelaron un documento sobre la situación social del país y reiteraron estos argumentos. “Las fuerzas revolucionarias del país –dijeron las Farc– hemos venido denunciando desde hace mucho tiempo las condiciones de opresión y explotación de nuestro pueblo, reclamando la defensa de sus derechos y cambios sustanciales en la estructura económica y política de la Nación”. Más adelante, el grupo guerrillero sostiene que “levantamos una plataforma para la construcción de una Nueva Colombia, para lograr cambios favorables al pueblo y optar por caminos menos dolorosos para la patria. Son las clases dominantes y el imperialismo quienes ante su negativa de entregar algo a las grandes mayorías pretenden aplastarlas con su violencia reaccionaria. Somos el Ejército del Pueblo, nuestras armas y nuestras vidas están en función de la Nueva Colombia, es falso que apuntemos hacia las masas populares. El enemigo de clase quiere encubrir sus crímenes con mentiras y confusiones”.

Meses antes, cuando un niño afectado por el cáncer murió pidiéndoles a las Farc que le devolvieran a su padre, un suboficial de la Policía secuestrado por el grupo guerrillero, la misma agencia Anncol divulgó un comunicado según el cual “los combatientes de las Farc hemos abrazado la ideología más humanitaria y humanista que existe. Nuestro accionar diario busca la solución de los problemas que afectan e impiden la felicidad de todo el pueblo colombiano”. En otro editorial reciente de Anncol, se lee: “Debemos recordarles por enésima vez que estamos en la guerrilla para defender la vida del pueblo colombiano, incluida la nuestra. [...] Ahora más que nunca es necesaria la resistencia y esto lo comprende el pueblo que sabe que su lucha no es terrorismo, terrorismo es la política de muerte del Estado”.

Sin embargo, hechos como el del miércoles 7 contradicen estas afirmaciones. ¿Puede decirse que los muertos de El Cartucho cayeron víctimas de la “violencia reaccionaria de las clases dominantes?” Es evidente que no. Y lo sucedido en El Cartucho no es un hecho aislado. A principios de mayo, en Bojayá (Chocó) un centenar de humildes habitantes de esta población olvidada murieron cuando las Farc lanzaron pipetas de gas hacia una iglesia donde se habían refugiado en medio de un combate entre guerrilleros y paramilitares.
Y éstos no son los únicos casos. De hecho, en los últimos dos años y medio (2000, 2001 y lo corrido de éste hasta el 31 de mayo) en desarrollo de sus acciones ofensivas y actos terroristas, las Farc han dado muerte a 2.870 civiles, casi tres veces el número de militares y policías que han asesinado en el mismo período, que supera ligeramente los 1.000. Además, el número de civiles muertos por las Farc viene en ascenso año tras año. En 2000 fueron 1.075; en 2001, 1.251, y en este año, al paso que van las cosas, la cantidad total puede superar los 1.300.

De los casi 2.900 civiles caídos por ataques de las Farc, el 99% pertenecían a las clases media y, sobre todo, baja. Al igual que en Bojayá y en El Cartucho, en Valencia (Córdoba), en el sur de Bogotá donde una bicicleta bomba mató a varios miembros de una humilde familia; en Villavicencio donde un carro bomba dio muerte a varios jóvenes de clase media; en la carretera Sibaté-Soacha donde varios inocentes cayeron cuando las Farc hicieron estallar un cadáver con explosivos; en las poblaciones de Cauca destruidas por ataques de las Farc con cilindros bomba que mataron a decenas de civiles, entre ellos ancianos y niños, en todos estos casos el grupo guerrillero ha cobrado sus víctimas entre los menos favorecidos.

Violencia indiscriminada

Todo esto ocurre no porque las Farc hayan resuelto intencionalmente concentrar sus ataques contra los más pobres. Lo que sucede es que como cada día acuden con mayor facilidad a la violencia indiscriminada y al terrorismo, la consecuencia obvia es que cada día mueren más civiles. Y como entre los civiles los más desprotegidos son los de las clases bajas, el resultado es que entre ellos se cuenta la inmensa mayoría de los muertos de la guerra.

Las Farc ni siquiera lamentan o piden excusas por ello. El jueves pasado en la tarde, la Red Resistencia –donde aparecen comunicados de las Farc y despachos de la agencia Anncol, entre otros–, envió por correo electrónico un artículo en el cual el grupo guerrillero cobró como un éxito la ofensiva del miércoles en Bogotá. En lo referente a los civiles caídos en El Cartucho, el texto apenas los mencionó para decir que murieron “al desviarse de su trayectoria un proyectil con carga explosiva”.

De ahí que algunos organismos defensores de los derechos humanos hayan resuelto desde hace algunos meses, y de manera reiterada, cobrarle al grupo guerrillero las acciones en las que mueren civiles. Amnistía Internacional dijo el jueves que “si las investigaciones por los ataques perpetrados ayer conducen a la responsabilidad de las Farc o de cualquiera de los grupos armados, esto constituiría una seria violación al derecho internacional humanitario, que prohíbe ataques directos a civiles y ataques indiscriminados que puedan tener como resultado la muerte de civiles”. Human Rights Watch no se quedó atrás y recordó su condena al uso de pipetas de gas: “Las Farc-Ep son responsables de cometer atrocidades sistemáticamente contra la población civil. Deben parar inmediatamente el uso de cilindros bomba, porque su uso constituye una seria violación del derecho internacional humanitario”.

Es un hecho que las imágenes de los atentados a pocos metros del lugar donde Uribe tomaba posesión de su cargo presentaron ante el mundo a Colombia como un país desestabilizado y aterrorizado, donde la Fuerza Pública no es capaz siquiera de mantener el control a escasos metros del centro del poder político. Pero también lo es que allí donde esas noticias llegaron, las Farc fueron vistas por la opinión como un grupo terrorista que en lugar de luchar por los pobres, los asesina. La cadena CNN así lo registró en sus reiteradas entregas del miércoles. Lo mismo hizo la BBC de Londres el mismo día y The New York Times en la primera página de su edición del jueves.

Si por ahora resulta imposible evitar que las Farc sigan masacrando civiles, en especial a los más humildes y desprotegidos, por lo menos hay que hacer algo para que el mundo se entere de lo lejos que está el grupo guerrillero de ser el “Ejército del Pueblo”.

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En el Capitolio, la ceremonia de posesión de Uribe transcurría con normalidad y los asistentes asociaron el sonido de las explosiones a salvas de cañón.

Jaime Alberto Marmolejo perdió la vida mientras fumaba basuco en la olla Gancho Amarillo. Su hermana Pilar se salvó porque salió a buscar “más vicio”.

En los últimos dos años y medio, las Farc han dado muerte a 2.870 civiles, de los cuales el 99% eran de las clases media y baja.
Las Farc cobraron como un éxito la ofensiva, y sólo se refirieron a los caídos del Cartucho para decir que murieron “al desviarse de su trayectoria un proyectil”.

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"Somewhere a true believer is training to kill you. He is training with minimal food and water, in austere conditions, training day and night. The only thing clean on him is his weapon and he made his web gear. He doens´t worry about workout to do, his rug weight what it weighs, his run end when the enemy stops chasing him. This true believer is not concerned about "how hard it is", He knows either he wins or die, He doesn´t go home at 17:00, He is home, He knows only the Cause"


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