Ángeles de la guarda
Saravena debería figurar en la última edición del libro de récord Guinness. En esta población de Colombia no se batió ninguna marca mundial, ni sus habitantes realizaron una proeza que merezca ser emulada. Sus calles tampoco fueron escenario de una competición excéntrica, absurda, original o curiosa. ¡No! Las razones de su posible postulación son otras.
Contra todo augurio, el edificio que sirve de cuartel a la policía se mantiene intacto si bien ha sido blanco de no menos de 57 ataques terroristas con cilindros de gas acondicionados como bombas en los últimos 10 meses. Lo más asombroso, sin embargo, es que ninguno de los efectivos acantonados allí ha recibido un solo rasguño durante los asaltos. La historia es para no creer.
Mi viaje para conocer este enigma de la guerra empezó una mañana de octubre. Tomé un taxi a una cuadra de mi apartamento en el barrio Castilla, donde vivo desde hace cinco años, y le pedí al conductor que me llevara al aeropuerto Eldorado. Eran las seis de la mañana. Llovía a cantaros, como suele llover en Bogotá en esta época del año, y el tránsito era más denso que de costumbre en las calles capitalinas. En el vestíbulo del puerto aéreo, en cambio, se respiraba un ambiente más agradable.
Temeroso de perder el vuelo me ubiqué de inmediato frente al cubículo de Satena, tomando mi lugar en la fila de registro. De reojo observé a mis compañeros de viaje, como quien busca a un conocido en una gran fiesta donde no distingue al resto de los invitados. Ninguno de los rostros me resultó familiar. Empezaba a aburrirme cuando la bella dependiente de la aerolínea, sin despegar la vista de la pantalla de la computadora, me preguntó qué lugar en el asiento prefería: ventana o pasillo.
- Me da igual –le dije sin más comentarios–.
La mujer sonrió, como sólo lo saben hacer los empleados aplicados que han tomado uno de esos cursos modernos de estrategia de ventas y mercadeo, y que son capaces de recitar de memoria el manual de imagen de la compañía.
- Por favor, escoja la ubicación en el avión –me dijo–: adelante o atrás.
- En la parte trasera.
Marcó en la tarjeta de embarque el número de la silla y me la entregó con el resto de mis papeles, no sin antes advertirme, con tono de profesora de escuela de pueblo, que debía ubicarme de inmediato en la sala de espera número uno del muelle nacional. Un café caliente, servido en un vaso desechable, me acompañó en la espera. Pude notar que había dejado de llover a través de las vidrieras panorámicas.
El vuelo a Arauca, previsto para las siete de la mañana, salió con escasos 20 minutos de retrasó. Un verdadero récord en un aeropuerto como Eldorado. La azafata me condujo muy gentilmente a mi puesto. Confieso que prefiero viajar atrás, por un agüero que no tiene ningún asidero. En la silla del lado, junto a la ventanilla, un hombre obeso estaba tomando posesión de su espacio, mientras trataba de equilibrar tres paquetes que llevaba en la mano, uno de los cuales contenía rosquillas de una reconocida marca.
Fue un viaje corto y placentero, mas hubiese preferido compartir esa hora y media de vuelo con la joven que se sentó una poltrona delante de la mía. Era bella, esbelta, piel dorada como el trigo, cabello castaño y largo, y ojos que parecían esmeraldas extraídas de las mejores betas de Muzo. De seguro no me hubiese atrevido a preguntarle de dónde era, por eso pensé en ella como una mujer que vino al mundo en aquellas lejanas tierras a las que pronto arribaría.
Era mi primer viaje al departamento que comparte límites con Venezuela. Las expectativas eran muchas, por supuesto. Aproveché el tiempo de vuelo para planear el trabajo e imaginar cómo sería mi visita de un día a Saravena. La voz delicada de una de las aeromozas, que salía de los parlantes dispuestos a lo largo del pasillo del avión, me sustrajo de mis pensamientos, al mismo tiempo que se encendió la orden de abrocharse el cinturón de seguridad.
El aterrizaje transcurrió sin sobresaltos. Uno de los sobrecargos abrió la puerta presurizada de la aeronave, permitiendo con su procedimiento que una bocanada de aire caliente se colara en el interior. Atrás había quedado el frío de Bogotá que porfiado se mantuvo durante el viaje, tal vez animado por el aire acondicionado del transporte aéreo. El aeropuerto de Arauca, capital del departamento que lleva su mismo nombre, me pareció muy similar en su arquitectura a otros terminales aéreos de Colombia donde he estado. Una pista relativamente corta, de 1.000 a 1.500 metros de largo, en uno de cuyos costados se levanta la torre de control y, contigua a ésta, un edificio en concreto de una planta donde funcionan dos o tres oficinas y una cafetería que fácilmente exhibe ostentosa un letrero que dice restaurante.
No llevaba ni medio minuto en las afueras del pequeño terminal, cuando media docena de taxistas me ofrecieron sus servicios con tal vehemencia que aquello parecía una subasta pública. Mencioné en voz alta mi propósito de viajar a Saravena, y sólo dos de ellos se mostraron dispuestos a emprender conmigo la travesía. El taxista que elegí era joven –25 años a lo sumo–, tenía marcado acento paisa y era entrador como la gente de su tierra y excelente conversador. En el camino me puso al tanto de las noticias de la región: me habló del Eln y de cómo lo está relegando territorialmente las Farc, del último ataque terrorista de las milicias en Saravena y de la designación del nuevo gobernador, entre otros temas. La pequeña grabadora de audio que llevaba en el bolsillo derecho de la camisa seguramente lo llevó a concluir que yo era periodista.
El recorrido entre Arauca y Saravena transcurrió sin contratiempos, salvo por tres retenes del Ejército en los que tuvimos que descender del taxi decrépito con rezagos de carroza fúnebre. Los soldados nos permitieron continuar el camino luego de revisar meticulosamente el motor y la cajuela del auto, y por su puesto nuestros documentos de identidad. Ni asomo de guerrilla sobre la vía. Pregunté por qué, aprovechando la generosidad verbal del chofer.
- Aquí el problema son los milicianos –dijo con la seguridad propia de un politólogo–.
Horas más tarde comprendería lo que el hombre quiso significar con sus palabras.
Llegamos a Saravena un poco antes del medio día. Las corrientes de aire caliente que a esa hora revoloteaban en el ambiente, se filtraban por entre las ventanillas del taxi. Estaba luchando vanamente contra el sofoco –para lo cual abanicaba una sección del periódico El Tiempo que llevaba doblada en una de las manos– cuando el conductor me distrajo de aquella batalla personal para indagar acerca de nuestro destino.
La policía –contesté–. El chofer sonrió maliciosamente.
Este municipio de frontera nació como los demás pueblos en Colombia. Sus fundadores siguieron al pie de la letra el molde urbanístico heredado después de tres siglos de colonización española. Una plaza o parque central en cuyos contornos se erigen los despachos públicos y la iglesia, y alrededor del cual crece y se desarrolla el resto de la urbe. En los suburbios la vida transcurría normalmente. Gentes de toda ley desbordaban sus calles, en un ir y venir que no acababa, con tal fuerza que un recién llegado se negaría a creer que en este lugar impera el miedo y la zozobra. El panorama, sin embargo, fue cambiando a medida que nos acercábamos al parque principal.
A cuadra y media de mi destino presencié un espectáculo sobrecogedor. El centro del pueblo parecía más bien la vieja fotografía de una villa o de una ciudad europea, horas después de ser bombardeada durante una de las batallas aéreas de la Segunda Guerra Mundial. Esta no era la Saravena que había visto unas calles atrás sino la imagen misma de un pueblo fantasma.
El taxi decrépito avanzaba dando tumbos por la calle desierta. En eso, emergió frente a mis ojos, a menos de 300 metros, el cuartel de la policía. Una mole de dos plantas, fraguada en concreto, paredes blancas y desvencijadas, trincheras en sus cuatro costados y en el frente, y rodeada además de ruinas que en otros tiempos cumplieron la función de oficinas, negocios o viviendas. Una ligera llovizna se insinuó.
En el costado izquierdo pude reparar la sede que compartieron la Alcaldía y el Consejo Municipal. En esta construcción de dos plantas, fachada en ladrillo prensado y cráteres en las paredes y en los techos de eternit, sólo habitan fantasmas de otros tiempos. El edificio, en realidad, es inmenso y sombrío. El puesto de salud, situado en el flanco derecho del puesto policial, también se encuentra abandonado a su suerte. Mientras pasaba frente a esta edificación observé el agua de lluvia que se filtraba entre los cientos de grietas que han dejado los atentados. El taxi siguió dando tumbos a lo largo de la calle solitaria.
Mi transporte se detuvo en una de las laterales de la estación. El sonido metálico de los frenos llamó la atención del policía que ocupaba la trinchera ubicada frente a la ventanilla izquierda del auto; al instante adoptó una postura defensiva. Otros tres uniformados salieron del frente de la edificación y se acercaron rápida y cautelosamente al vetusto vehículo, empuñando sus fusiles Galil en actitud sugerente.
- Buenos días –dijo uno de los agentes con su sonrisa postiza y nerviosa–. ¿Qué se les ofrece?
Luego de mostrar mis credenciales, recitar dos o tres veces el motivo de mi visita y cancelar al chofer la tarifa acordada dos horas atrás, otro policía me condujo al interior y me pidió que esperara al mayor Joaquín Enrique Aldana, comandante de aquel fortín. Decidí aprovechar la espera para auscultar el lugar y tomar algunas notas bajo la mirada inquisidora de la guardia de turno.
En mi examen fue imposible dejar de contemplar al centenar de policías que a esa hora (la del almuerzo) llegaban en tropel de cualquier parte y como autómatas se dirigían en desordenada fila india a la estancia que hace las veces de comedero. Eran demasiado jóvenes –25 años a juzgar por sus rostros de seminaristas–, y estaban enfundados en sus uniformes verde oliva y llevaban casco de guerra en la cabeza, chaleco antibalas y fusiles a los que se aferraban como náufragos.
Estaba ahí, incrédulo como el apóstol Tomás, viendo el milagro y aún albergando serias dudas sobre su autenticidad, cuando frente a mí apareció el mayor Aldana, un oficial de 1,72 metros de estatura, bogotano a juzgar por su acento, contextura gruesa, cejas anchas y pobladas y cabello del color de la ceniza. Antes de la segunda taza de café en el interior de su oficina, me atreví a hacerle la pregunta que me carcomía por dentro.
- ¿Cómo explica que ni uno solo de los cilindros haya afectado a la estación?
- Mire usted –me contestó–, los policías de Saravena creemos que las animas benditas de cinco compañeros muertos en un atentado de la guerrilla, están con nosotros y nos protegen. Dios nos los dejó acá y de eso no hay duda.
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_________________ "Somewhere a true believer is training to kill you. He is training with minimal food and water, in austere conditions, training day and night. The only thing clean on him is his weapon and he made his web gear. He doens´t worry about workout to do, his rug weight what it weighs, his run end when the enemy stops chasing him. This true believer is not concerned about "how hard it is", He knows either he wins or die, He doesn´t go home at 17:00, He is home, He knows only the Cause"
Última edición por MOONPLAYER el 15 Abr 2009 13:48, editado 1 vez en total
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